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El diario comenta el nuevo escenario que se abre en la eurozona con la retirada de estímulos por parte del BCE. En un segundo editorial, reflexiona sobre el auge de los populismos en Europa.
LA retirada de las inyecciones masivas de liquidez del Banco Central Europeo (BCE) supone una drástica reducción de la capacidad de financiación de la economía. Ello puede comportar subidas del tipo de interés de las emisiones de deuda, tanto públicas como privadas, que incrementen los costes financieros de estados y empresas, lo que es un riesgo que acentuará la desaceleración económica que se registra.
Los gobiernos, una vez desaparecidas las muletas monetarias del BCE, deberán ser además mucho más vigilantes en sus objetivos de reducción del déficit publico. Cualquier desviación al alza de estos será penalizada por los mercados financieros con mayores primas de riesgo, lo que supondrá mayores cargas financieras de los estados y, por tanto, menor margen de gasto presupuestario. Esto es especialmente importante para los países más endeudados de la zona euro, como Grecia, Italia, España o Francia. Se ha acabado, al menos de palabra, la red de seguridad que ha supuesto que el BCE comprase toda la deuda que salía al mercado. En cuatro años, desde el 2015 hasta hoy, el BCE ha comprado activos por valor de la exorbitante cantidad de 2,6 billones de euros, a razón de 80.000 millones mensuales. Es evidente que ello se encontrará a faltar.
La retirada de los estímulos monetarios masivos –conocidos técnicamente con el nombre inglés de quantitative ea sing– se produce en un mal momento, justo cuando el ritmo de crecimiento de la economía mundial, y también la eurozona, ha llegado a su techo en el 2018 e inicia este año la pendiente de la desaceleración. Quizás se ha esperado demasiado para cortar la manguera con la que se regaba la liquidez monetaria de la eurozona y, ahora, se hace a contrapié. El propio Mario Draghi lo sabe y por eso dijo en diciembre que el BCE seguirá muy vigilante la evolución de los hechos para reaccionar con nuevos estímulos a la economía si se considerase necesario. De momento, como medida de prudencia, mantendrá los tipos de interés en el nivel cero hasta este verano o quizás más allá.
Con su política monetaria superexpansiva el BCE ha evitado que la eurozona entrase en un proceso de deflación y ha salvado el euro. En este sentido puede afirmarse, sin asomo de duda, que ha sido un éxito. Pero, desde otro punto de vista, hay que reconocer que, pese a todo el arsenal monetario desplegado, no se ha conseguido todavía situar la inflación en la senda del 2%, que era su gran objetivo. El dato de la inflación de la eurozona de diciembre, en este sentido, es decepcionante, ya que ha descendido hasta el 1,6%, desde el 1,9% de noviembre. El agravante es que la inflación subyacente –aquella que no contabiliza los elementos más volátiles, como el petróleo o los alimentos perecederos– se halla en el 1%.
La citada debilidad de la inflación en la eurozona obliga al BCE a mantener los tipos de interés bajos y a estudiar nuevas eventuales medidas de estímulo para acercarse al objetivo marcado del 2%. Eso supone un alivio en unos momentos en que la amenaza de guerra comercial, el impacto del Brexit y la volatilidad financiera, con las grandes caídas bursátiles del 2018, impulsan la actividad a la baja.
Como ha dicho muchas veces Mario Draghi, que acaba su mandato el próximo noviembre, la política monetaria no basta para reactivar la economía todo lo que se necesita. Pero los estímulos fiscales que faltan sólo pueden venir de una Alemania que se niega a implementarlos, a diferencia de lo que hace Estados Unidos. Esto explica que el ritmo de crecimiento de la eurozona sea la mitad del estadounidense, que su tasa de paro sea el doble y que la desaceleración que viene pueda ser aquí más intensa que allí.