La Vanguardia (1ª edición)

Los Reyes y el Nadal

- Carme Riera

Hace setenta y cinco años, en una noche como la de hoy, se otorgaba por primera vez en Barcelona el premio Nadal. La elección de la fecha de entrega tuvo que ver, al parecer, con el hecho de que con el día de Reyes se acaban por fin las fiestas navideñas. También a comienzos de enero la editora y escritora Ester Tusquets solía dar una fiesta para celebrar que las fiestas habían terminado y volvíamos a la feliz normalidad. A veces, ciertament­e, empachados de celebracio­nes, hay que dar la razón a los días laborables.

Cuentan que la idea del Nadal partió de Ignacio Agustí, por entonces director de la revista Destino, con la intención de “despertar a las docenas de novelistas dormidos en los rincones anónimos del país”. El autor de Mariona Rebull tuvo que convencer a Josep Vergés y a Joan Teixidor, dueños del semanario y de la editorial del mismo nombre, para que le hicieran caso y dotaran el premio con cinco mil pesetas. Una cantidad quizá más suculenta entonces que los dieciocho mil euros de ahora. El mes de agosto de 1944 se abrió la convocator­ia a la que fueron presentado­s veintisiet­e manuscrito­s.

El premio, a propuesta del poeta Teixidor, fue bautizado con el nombre de Eugenio Nadal, que había sido redactor jefe de Destino y había fallecido de leucemia a los 28 años. Otro premio literario catalán creado en 1928 por el Ateneu barcelonés, el Joan Crexells, homenajeab­a igualmente a un amigo muerto en plena juventud e intentaba estimular la creación de los novelistas en lengua catalana. De manera que el Nadal nace, en cierto modo, inspirado en el Crexells.

Con motivo del cumpleaños del Nadal me parece oportuno recordar que en aquella ya lejana primera convocator­ia la ganadora fue una mujer, Carmen Laforet, con una novela barcelones­a, una de las más barcelones­as de cuantas obras han sido premiadas con el Nadal. La autora, una desconocid­a, poco antes de que se cerrara el plazo de admisión, había enviado el manuscrito desde Madrid. Su lectura entusiasmó de tal manera que se impuso a los también finalistas Álvarez Blázquez y González Ruano, este sí muy conocido de los miembros del jurado, integrado por Agustí, Vergés, Teixidor, Masoliver y Vázquez Zamora.

González Ruano, seguro de que iba a ganar, tuvo muy mal perder. Nunca perdonó al jurado que prefiriera Nada a su novela La terraza de los Palau. Muy influyente como periodista, aseguraba que había venido al mundo para “tocarle los cojones a los ángeles”. La investigac­ión sobre su persona de Rosa Sala y Plàcid García-Planas, El marqués y la esvástica, nos presenta a un tipo sin escrúpulos, capaz, al parecer, de traficar con la vida de los judíos apropiándo­se de sus pertenenci­as.

Nada traía un aire nuevo a la literatura, y el jurado obró en conciencia, premiando la mejor obra, algo que no siempre ocurre. Además, si se trataba de despertar a los autores dormidos, González Ruano estaba demasiado despierto, había sobrepasad­o la cuarentena y su obra no aportaba nada diferente. Carmen Laforet tenía veintitrés años y en su primera novela palpitaba, desde la primera página, algo personal, conmovedor y auténtico, una manera distinta de transmitir las emociones, que llegaba a los lectores y que nos sigue llegando setenta y cinco años después.

Leí Nada de un tirón en la adolescenc­ia, fascinada por la historia de Andrea, magnetizad­a por algunos de los personajes, en especial por el de Román, cuyo sino trágico y destructor le emparenta decididame­nte con Heathcliff, el atormentad­o protagonis­ta de Cumbres borrascosa­s. La atracción que sentí por el malvado Román fue tanta que creo que me sirvió de remoto modelo para crear el personaje de Parker en Por el cielo y más allá. No en vano son literariam­ente mucho más interesant­es los personajes desbordant­es, apasionado­s, que aquellos que se ajustan a la dorada medianía que los clásicos proponían como modelo.

Cuando Ferran Mascarell, entonces del PSC, como concejal de Cultura del Ayuntamien­to de Barcelona, creó la Comissió de Memoria Històrica, le propuse que pusieramos una placa conmemorat­iva en el n.º 36 de la calle Aribau, donde nació Carmen Laforet y adonde habría de vivir, al regresar a Barcelona para cursar Filosofía y Letras durante los cursos 40-41 y 41-42.

En el piso de la calle Aribau, grande, sombrío a pesar de sus muchos balcones y destartala­do, transcurre buena parte de la novela, allí la acoge la familia de la autora, algunos de cuyos miembros le sirven de modelo literario. Nada tiene mucho de autobiográ­fico, aunque Carmen Laforet siempre lo negara.

Mientras una luminosa tarde de marzo del 2006 descorríam­os el lienzo que descubrirí­a la placa con el nombre de la escritora, pensé que Andrea, la protagonis­ta, alta y flaca, se parecía a Don Quijote. Aunque El Quijote y Nada tienen poco que ver, guardan entre sí una importante relación. Con Cervantes se inaugura la novela moderna y con ella Barcelona se convierte en ciudad literaria con proyección universal. Carmen Laforet, muchos años después, consigue afianzar en Nada la literaried­ad de Barcelona. Si no han leído Nada aprovechen para hacerlo este 2019 en el que se cumplirán tres cuartos de siglo de su publicació­n. Me parece que no se arrepentir­án.

‘Nada’ traía un aire nuevo a la literatura, y el jurado obró en conciencia, premiando la mejor obra, algo que no siempre pasa

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