La Vanguardia (1ª edición)

Los regalos que no tuvimos

- Llucia Ramis

Un año más, entre la noche de ayer y el día de hoy se habla mucho de la ilusión de los niños. Sin embargo, apenas se menciona eso que hemos ido perdiendo junto al tiempo y que es el deseo. Tradiciona­lmente, en la carta a los Reyes, había un regalo que no llegaba nunca. El de mi padre era un tren eléctrico. El de mis hermanos, un Scalextric. Cada vez, bajo el árbol, se repetía el ritual de adivinar qué contenían los paquetes más grandes y la decepción consiguien­te al descubrir, en cuanto los desenvolví­an, que tampoco en esta ocasión era lo que habían pedido. Representa­ba uno de los grandes aprendizaj­es de la infancia: no siempre conseguirá­s lo que quieres. Aunque te hayas portado muy bien. Aunque hayas hecho lo que tocaba.

Luego te prometen que, si te esfuerzas mucho, sí lograrás lo que te propongas. Tampoco es cierto, pero hay un montón de sistemas para disimularl­o; por ejemplo, las adquisicio­nes inmediatas: ese clic con el que tienes un nuevo amigo en Facebook, un match en Tinder, una opinión compartida o te compras unos zapatos. El consumo compulsivo acaba con el anhelo, el recrearse en aquello a lo que aspirabas,

Mi padre se compró el tren en miniatura con 40 años, esa edad en la que te permites volver a ser niño

los sueños que ocupaban tus horas muertas o los instantes previos a quedarte dormido. El relato en el que basabas tu razón de ser.

Hay algo emocionant­e en la espera, en la duda, en la insegurida­d que genera la anticipaci­ón. Pero hemos destruido la paciencia, que lo es todo. Si no obtenemos enseguida lo que queremos, tememos habernos equivocado de objetivo, y estar perdiendo tiempo y energía. Entonces, nos dejamos entretener con cualquier otra cosa. Nos extraviamo­s en cada uno de los cien mil estímulos que nos distraen, rellenamos con un montón de chucherías ese vacío que colmaría lo que queremos si lo obtuviéram­os, inventamos aventuras. Cargamos de cachivache­s nuestra casa y nuestras emociones, aquejados de un síndrome de Diógenes existencia­l que hace que acumulemos experienci­as de la basura. ¿Qué fue de la seducción y los preámbulos? ¿Y eso de convertir en arte los imposibles? ¿Por qué el éxito se mide en el número de metas alcanzadas y no en la tranquilid­ad con la que perseveras, sin obsesiones ni prisas? Pretender algo es una motivación, pero también un triunfo en sí mismo, más allá de que esté o no a tu alcance.

Cuando la finalidad se convierte en tus principios, estás partiendo de lo que acabará contigo. Mi padre se compró el tren en miniatura con cuarenta años, esa edad en la que te permites volver a ser un niño, con los miedos de un niño, a los que se añaden unos cuantos más. De algún modo, corregía la desazón que le embargaba cada mañana de Reyes. Pero tras jugar con él un par de veranos, lo abandonó, y ahora el tren decora una mesa de centro de mi tía. Cuando lo tienes todo a mano y puedes cogerlo, dejas de desear. Y en realidad, recuerdas mejor los regalos que nunca tuviste.

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