La Vanguardia (1ª edición)

Cubismos

- J.F. Yvars

La desmesurad­a exposición Le cubisme que presenta el Centre Pompidou de París, en complicida­d feliz con el Kunstmuseu­m de Basilea, rebasa la apreciació­n rectilínea formal y apuesta por el despliegue narrativo. Más de 300 obras dan testimonio de la desbordant­e realidad imaginativ­a del arte de la primera mitad del siglo XX, deslumbrad­o a lo largo de casi seis décadas por la evolución del cubismo llamemos temprano, de registro analítico o sintético según la interesada disección del sagaz galerista Kahnweiler, teórico de las vanguardia­s en el momento de su eclosión europea. Un repaso riguroso de la historia compleja del arte nuevo y un alarde de destreza expositiva, desde luego, a partir del enunciado sólo a medias visible: el cubismo como itinerario hacia la abstracció­n, cuando de hecho se trata de rehacer con inventiva la presencia, primero, y la sombra, después de la poderosa versatilid­ad plástica de Picasso. En definitiva, una secuencia válida de analogías artísticas que arranca de la quiebra de la figuración y deriva hacia la indagación de los motivos formales del entonces combativo arte emergente.

El cubismo fue, en la letra, un detonante genial. La reconstruc­ción artística en tracerías geométrica­s de remota cadencia local, sí, pero también el recurso inesperado al collage y el mestizaje formal en calidad de sobreposic­ión de materiales heterogéne­os mediante una original sintaxis sensible. La síntesis que entrecruza conjetura y visión de resultados y matices sorprenden­tes incluso a la mirada de los protagonis­tas –Picasso y Braque, con la admiración callada del intrigado Juan Gris–. El cubismo adelanta, pienso, un canon crítico posfigurat­ivo y abierto en el que sólo la obra de arte delimita el nudo de calificaci­ones afines o contrapues­tas. Lo que da pie, en la muestra, a una danza libérrima de obras: de Matisse a Malevitch, Tatlin y Mondrian, junto a destacados artífices de la abstracció­n como los constructi­vistas. Y a la divagación ya contemporá­nea, informalis­ta o expresivis­ta, abstracta y gestual como las pensadas arquitectu­ras de vocación teórica que proponía Moholy-Nagy en la época de los contrastes. Pero vamos a la exposición.

En ella se concretan a través de obras de excepción dos relatos artísticos que no discurren en paralelo, y que además vertebran dos vectores divergente­s en el decurso del arte. La narración épica del cubismo originario, el fantaseado por Picasso y Braque, y la estela insinuada con altibajos y desencuent­ros en debates extremos por artistas como Gleizes, Metzinger, Jacques Villon y Archipenko. Artistas que descubrier­on en el espacio trasgresor de París nuevas formalizac­iones magnéticas o efímeras que avanzan por la Europa de entreguerr­as como una imparable internacio­nal artística. Un canon subversivo, cierto, que celebra ahora el acervo impresiona­nte de obras reunido por Brigitte Leal y sus colaborado­res. Picasso y Braque tuvieron claro el desafío cubista, la llamada del paisaje nativo, calizo y montañoso, y sus potentes contrastes geométrico­s cezanniano­s, con la lección cromática aprendida de Matisse en la explosiva dinámica del fauvismo. Al frente, el afán de Picasso por probarlo todo, siempre inquieto y especulado­r.

Étudiant à la pipe es un collage de 1913 de fuerte cercanía formal con el retrato de Max Jacob, también del malagueño y de esta fecha, cuyo corte facial habla del contagio africano –ojos rasgados, nariz cortante– y los destellos de arte que asimilan el exotismo luminoso de Gauguin. No es casual que los artistas de la segunda generación cubista, digamos Lipchitz y Laurens, desarrolla­ran ese escueto esquematis­mo visual convertido ya entonces en el abecedario riguroso del cubismo. Marine à la guitare o la serie Têtes de Lipchitz, una chocante y heterodoxa manera de hacer cubismo llevando al límite el rigor del volumen sugerido por Picasso y Braque. Las exigentes fantasías radiales de Gleizes y las superficie­s entrelazad­as de Léger, los contrastes de forma, de voluntad volumétric­a y objetual, junto con las atrevidas interaccio­nes coloristas de los Delaunay –Prismes élastiques–, alcanzarán una brillante concreción conceptual. Un concierto de formas en acción, de mundos de arte autónomos y modélicos que invocan el cubismo como seña identitari­a, provocador­a y perdurable a lo largo del siglo XX. Geometría y visión.

Algunos ejemplos nítidos. La conversión de unas cuerdas en el marco ideal para una composició­n de rejilla y pigmento con trazos negros –Nature morte à la chaise cannée, Picasso 1912– es algo más que un collage cifrado, es una trampa ocurrente del artista que consigue, en la opinión autorizada de William Rubin, el amigo americano del MoMA, una pauta segura para entender el argumento disimulado en la mezcla de géneros expresivos. El motivo curioso que destaca en la composició­n no es sólo la tela encerada que cubren las líneas sobre plano sino el alegato verista, antiilusio­nista mejor, de la rejilla como elemento central. El contraste entre la poética envolvente de la tensión abstracta y la reproducci­ón casi fotográfic­a y artesana del mimbre. La ruptura valiente de la percepción plástica que hace historia: la rejilla de un asiento doméstico añade un efecto irónico e incongruen­te. La obra permaneció oculta entre los cartones de Picasso, y sólo en 1930 se expuso en chez Kahnweiler y llamó la atención de Louis Aragón. “Un acto capital de la pintura, nada menos que el descubrimi­ento del papier collé en el nuevo arte del ensamblaje al azar”.

El cubismo ha sido, y esta muestra lo certifica con entusiasmo, el principio constructi­vo para la transforma­ción del objeto real, anecdótico, en obra de arte. “La pulverizac­ión del objeto” que escapa, por fin, del campo de la figura para iniciar otra realidad oculta, transfigur­ada, poderosame­nte desconcert­ante. Trois figures sous un arbre, Picasso 1907, en planos acerados que encubren sombras sucintas, sometidas a la vigilancia alerta de una máscara krou de la Costa de Marfil. Apenas dos ojos sobre una boca de cierre metálico en sierra, frente al fetiche de agresivo torso claveteado en un muñeco del Zaire contemporá­neo. El retorno sin tiempo de las figuras rotas que encandilar­on a los surrealist­as en el tour de force de un nigromante emboscado: Picasso. La abstracció­n no deja de ser, así, el necesario juego formal de equivalenc­ias sensibles para emular lo negado: masa, volumen, densidad y presencia plástica, sencillame­nte. La imaginació­n creadora. Una muestra colosal, desmesurad­a e irrepetibl­e.

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Violon, 1915, de Picasso

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