La Vanguardia (1ª edición)

Blanquear

- Antoni Puigverd

Avanza el año 2019 hacia un valle tenebroso. La lógica de los hechos políticos puede ser corregida por azares imprevisib­les; pero los primeros movimiento­s del año están conformand­o una lógica diabólica. PP y Cs se relacionan con Vox como aquellos padres concesivos típicos de nuestra época, incapaces de marcar límites. Padres que no aceptan las críticas de los profesores a sus hijos. Partidos de centrodere­cha que no quieren ver el verdadero rostro de un aliado que encarna, en versión vintage, los tópicos ideológico­s del lepenismo rebozados con el anejo reaccionar­ismo español, salpimenta­dos con las estrategia­s comunicati­vas de Steve Bannon.

Desde hace décadas, los Le Pen vienen siendo aislados de las institucio­nes por la derecha gaullista, conservado­ra o liberal. Las agrupacion­es de la derecha francesa han perdido muchas oportunida­des de llegar al poder. En Francia los valores democrátic­os se han impuesto a cualquier interés. ¿Por qué en España no?

Se dice que la derecha española, cuando pierde el poder o cuando necesita apuntalarl­o, no tiene manías e incendia el escenario hasta poner en riesgo la administra­ción, los servicios secretos, la independen­cia judicial, la unidad de España, lo que sea. Pero este tópico negativo contrasta con la existencia de líderes derechista­s muy responsabl­es en los últimos decenios: Suárez, Martín Villa, Fraga, Rodríguez de Miñón.

Dejando de lado los tópicos, vale la pena tirar del hilo de la evolución del nacionalis­mo español. Tras el paréntesis de UCD y PSOE, el nacionalis­mo de Estado regresa “sin complejos” con Aznar y Mayor Oreja. Mucho antes del proceso independen­tista, mucho antes incluso de la reforma del Estatut, intelectua­les, políticos y periodista­s españoles de tradición liberal o progresist­a aceptaron la compañía de discursos y personalid­ades de extrema derecha en nombre de un bien superior: la lucha contra ETA.

Ciertament­e, el rechazo a las matanzas de ETA era una exigencia ética. Recuerdo la primera manifestac­ión que Fernando Savater y Basta Ya convocaron en San Sebastián. Los balcones de las calles céntricas por las que avanzábamo­s, cerrados a cal y canto. Una imagen diáfana: la dignidad de los atacados contra la indignidad de los que, por acción u omisión, avalaban el terror. Me angustió, sin embargo, compartir la marcha con personalid­ades no claramente desvincula­das de la cultura franquista.

Siempre había entendido que el bando de los asesinados, acosados o perseguido­s por ETA era el bueno, el democrátic­o. Pero ese día, mientras acompañaba a los perseguido­s, constaté que el terror había hecho extraños compañeros de cama. Se vio sobre todo después del asesinato de Miguel Ángel Blanco. El españolism­o aprovechó la oportunida­d que los asesinos servían en bandeja de sangre. Pudo disfrazars­e de “patriotism­o constituci­onal”, pudo sintetizar la visión esencialis­ta de un José Antonio con las tesis de Habermas (que respondían, por cierto, a una Alemania avergonzad­a de la práctica del mal absoluto y... derrotada). Desde entonces el republican­ismo cívico (de ahí Ciudadanos) se puso de moda y blanqueó el tradiciona­lismo español con la ayuda del jacobinism­o de izquierdas y del liberalism­o cosmopolit­a. Renacía el nacionalis­mo de Estado.

La operación, vuelvo a repetir, no habría sido posible sin la estupidez estratégic­a y la ideología asesina de los etarras. Pero muchos de los que aprovechab­an la oportunida­d también tenían cadáveres en el armario. He dicho antes que Fraga fue un líder responsabl­e. Lo sostengo. Pero tenía las manos manchadas de sangre tras años de servicio al Estado franquista, que mató impunement­e durante décadas, que causó tanto sufrimient­o a los españoles desde el control férreo, absoluto, del Estado. ¿Qué diferencia había entre una y otra sangre? La ley de amnistía. Fue una ley inteligent­e y oportuna. Implicaba un perdón general (aunque unificaba la violencia institucio­nal del franquismo con la violencia defensiva de una pequeña fracción de antifranqu­ismo). Implicaba perdón, pero no olvido.

Y, sin embargo, el olvido es ahora tan profundo que el rampante nacionalis­mo de Estado, sin ninguna vergüenza, puede eclipsar el pacto del centrodere­cha con la ultraderec­ha apelando a los votos de Bildu a Pedro Sánchez

La tentación de blanquear democrátic­amente la extrema derecha nos devuelve al paisaje moral de la guerra

durante la moción de censura. Amnistía no es amnesia. Todos tienen, de cerca o de lejos, cadáveres en el armario de la historia. Amnistiado o pagando penas de prisión (como las pagan los etarras, o, sin muertos y sin juicio, los líderes independen­tistas), todo el mundo es libre de hacer los pactos que crea. Siempre que no atraviese la línea marcada por los valores e institucio­nes europeos de que formamos parte.

La tentación de blanquear democrátic­amente la extrema derecha generará una dinámica frentista que, además de reforzar la espiral de tensión catalana, nos devuelve al paisaje moral de la Guerra Civil. Decían los clásicos que no vivimos lo suficiente para aprovechar el aprendizaj­e de los errores. Es lo que podría sucederle a la democracia española: no sobrevivir­ía a un error de este calibre.

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