Nueva oleada de robos en viviendas
MOVIMIENTOS vecinales contra la ola de robos en el Maresme. Este es hoy el titular de la sección Vivir de La Vanguardia. Pero podría haberse publicado –de hecho ya se publicaron otros parecidos– en fechas anteriores. Y es de temer, si no se toman las medidas para evitarlo, que se siga publicando en el futuro.
El fenómeno de los robos con fuerza en domicilios particulares, en la ciudad o en entornos rurales, incruentos o con distintos grados de violencia, es recurrente en nuestro país y genera gran inseguridad. En el 2016 y en el 2017 retrocedió. Pero en el 2018 repuntó un 20%. Se dijo entonces que la recuperación económica estimulaba indirectamente esta alza. Se dijo también que los atentados del 17-A habían detraído efectivos de los Mossos destinados a combatir la plaga. Pero, más allá de los factores coyunturales para explicar la oleada de robos, hay factores estructurales. Y las herramientas para combatirlos y erradicarlos no parecen todavía al alcance de las autoridades. De ahí que en el Maresme, la zona en la que se basa la mencionada información de Vivir, se organicen grupos de vecinos vigilantes para paliar la insuficiencia de recursos policiales.
La protección de la propiedad privada es, antes que una opción de los particulares, una obligación del Estado. Pueden darse circunstancias excepcionales, en las que flaquee el sistema más seguro. Pero no es eso lo que sucede aquí. Con mayor frecuencia, la proliferación de estos robos está relacionada con la actuación de bandas, a menudo de extranjeros; con la insuficiencia de recursos policiales, y con un sistema legal siempre mejorable. No es un acicate para la acción policial ver rápidamente liberados a los ladrones recién detenidos.
Los ciudadanos tienen derecho a preservar sus propiedades y a no ver violada su intimidad. Seguramente pueden hacer poco para frenar por su mano a bandas cada día más especializadas, procedentes del Magreb, Latinoamérica o el Este europeo, que allanan sus casas en busca de dinero, joyas y otros bienes que rinden beneficios casi inmediatos. Pero tienen derecho a reclamar una acción policial y una acción judicial más efectivas. Y a exigir que se atenúe la comodidad con la que trabajan los ladrones por aquí –Catalunya es una comunidad singularmente afectada por este fenómeno–, evitando de paso la importación de más delincuentes.
Los sindicatos de Mossos han subrayado a menudo la cortedad de sus plantillas, así como sus reivindicaciones salariales. Últimamente se han anunciado ampliaciones, pero no se espera un vuelco en la situación. Quizá sería mejor buscar una solución al actual estado de cosas por vía judicial. Desde que en 1995 se suprimió del Código Penal la pena de entre uno y seis meses de prisión para el ladrón que era sorprendido cometiendo un tercer hurto, y se introdujo la de multa, el efecto logrado ha sido nulo y a veces incluso contraproducente. Tampoco contribuyó a frenar el problema al que nos referimos la reforma del Código Penal del 2015, pese al cambio de calificación –falta por delito leve– y a la posibilidad de imponer al ladrón, en el cuarto hurto, penas de uno a tres años.
Es obvio que toda pena tiene que ser proporcional al delito cometido. Pero no lo es menos que el problema de los robos en viviendas persiste; que la estrategia de los delincuentes parece avanzar más deprisa que la de quienes deben perseguirles, y que los miles y miles de ciudadanos perjudicados merecen mejor protección.