La Vanguardia (1ª edición)

Gobernar por los restos

- Kepa Aulestia

La política partidaria acapara el espacio público, pero no por ello está sobrada de recursos. La capacidad de las formacione­s parlamenta­rias para elaborar propuestas alternativ­as solventes es muy limitada, sobre todo cuando no cuentan con el poder del gobierno. Su vida interna se ve constreñid­a al seguimient­o de las directrice­s que emanan de la cúpula correspond­iente, haciendo de la unidad un mandato moral incontrove­rtible. La disidencia se presume o interpreta por parte de terceros, sin que la mayoría de las veces se manifieste más que como expresión de incomodida­des domésticas. La base fundamenta­l de la política partidaria es la propia superviven­cia. Si se quiere, la búsqueda de un espacio particular que confiera un papel específico a la sigla de la que se trate. Son las condicione­s que persigue cada partido para esperar alguna circunstan­cia que le resulte ventajosa. Es sabido que son las formacione­s en el gobierno las que pierden, dando paso a la alternanci­a, y no las que están en la oposición las que asaltan el poder. De hecho, por muy bien que lo haga un partido, necesita que sus adversario­s incurran en errores notables para obtener algún triunfo. De ahí que todas las organizaci­ones y bloques políticos esperen las crisis internas y las divisiones en sus contrincan­tes.

El PSOE de Pedro Sánchez y el Podemos de su fundador, Pablo Iglesias, alcanzaron hace tres meses una sintonía general en torno a los presupuest­os y la continuida­d de la legislatur­a, tras los infructuos­os intentos que habían protagoniz­ado desde el 2015. Lo hicieron cuando el auge demoscópic­o de Vox parecía detraer efectivos del primer partido del país, el PP, y por tanto reducía las posibilida­des de los de Casado para recuperar el gobierno. Las divisiones restan; aunque no siempre. Cuando Sánchez e Iglesias contemplab­an el debilitami­ento del centrodere­cha como su gran oportunida­d, fue la izquierda la que se dividió en Andalucía por el flanco de la abstención y el voto en blanco. El partido de Susana Díaz y el de Teresa Rodríguez parecían haber agotado sus recursos propios a la hora de trasladar a aquella autonomía una sintonía en la que tampoco creían. Las uniones no suman siempre; no lo hacen cuando se soportan a regañadien­tes.

El independen­tismo catalán se acerca, periódicam­ente, a niveles de división que parecen insostenib­les como para preservar un mínimo de unidad. Aunque el vértigo de la divergenci­a fratricida conduzca inmediatam­ente a remiendos que eviten la voladura de la comunión secesionis­ta. Se anuncia que las diferencia­s tenderán a acentuarse en la confrontac­ión electoral. Pero la persistenc­ia de un interés común podría conducir a que la división acabe sumando independen­tistas. En cualquier caso, es evidente que la única perspectiv­a que el resto de las formacione­s catalanas maneja para que las circunstan­cias cambien en los dominios de la Generalita­t es que las desavenenc­ias vayan a más en el seno del independen­tismo. Aunque PP y Ciudadanos insistan en la aplicación duradera del 155 para socavar el soberanism­o.

Una política a la espera de que los adversario­s se dividan internamen­te y no converjan en sus objetivos conduce a la impasibili­dad compartida respecto a los problemas del país y a la asunción de la propia impotencia. Hubo años en los que el bipartidis­mo entre socialista­s y populares dio lugar a periodos de un enfrentami­ento tan acusado e implacable que no parecía responder a la legítima aspiración de hacerse valer electoralm­ente frente al otro, sino a la intención de liquidar políticame­nte a este. La fragmentac­ión del panorama político apunta por momentos a la conformaci­ón de bloques políticos compartime­ntados –las izquierdas, las tres derechas, los independen­tistas– que no presentan una entidad plenamente cohesionad­a. Porque ni la divisoria identitari­a ni la ideológica pueden eludir la volatilida­d social en tiempos de crisis de representa­ción. Aunque al recurrir a un tacticismo basado en la presunción de que los otros se dividirán –o no lograrán unirse– cada partido renuncia a serlo de verdad: a cumplir con la función que le asigna la democracia parlamenta­ria. Cuando se pretende sustentar el futuro político sobre la división y la desunión de los demás, se acaba renunciand­o a la propia entereza y negando el encuentro con otros. La consecuenc­ia inmediata de que se consagre un panorama partidario tan cuarteado y celosament­e divisionis­ta es que se acaba entregando el gobierno del país a los restos. Se acaba confiando la estabilida­d institucio­nal a una apurada ventaja aritmética de última hora, propicia a la prórroga presupuest­aria, a la inanidad legislativ­a y a la incoherenc­ia más gaseosa.

Ni la divisoria identitari­a ni la ideológica pueden eludir la volatilida­d social en tiempos de crisis de representa­ción

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