La Vanguardia (1ª edición)

Incertidum­bre

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La incertidum­bre no es buena. No se trata tanto de ver cómo se resolverá la situación que la provoca como de aceptar que en sí misma la incertidum­bre es un factor que genera inestabili­dad e insegurida­d. Y, ahora, estamos viviendo un momento lleno de incertidum­bres. En el mundo, en Europa, en España, en Catalunya. Los interrogan­tes sobre el futuro pesan mucho más que las respuestas de presente. ¿Qué pasará con Trump en Estados Unidos? ¿Seguirá creciendo la oleada populista en todo el mundo occidental? ¿Europa reconducir­á su trayectori­a declinante hacia una nueva formulació­n de paz y progreso? ¿Cómo leer lo que está pasando en España? ¿Qué escenarios se contemplan desde Catalunya para salir de la actual confusión?

Todo ello, muy complicado. Como decíamos, incierto. Y es en este escenario en el que hay que poner en valor lo que la convivenci­a representa. Superando absurdas críticas de aquellos a los que molesta que se invoque la convivenci­a por entender –frívolamen­te– que no está amenazada, hay que aceptar que la incertidum­bre es, por sí sola, una grave amenaza para la convivenci­a. Si por esta entendemos el resultado de una consolidac­ión de las libertades, del respeto, de la tolerancia y del bienestar, la incertidum­bre no ayuda a conseguirl­a. Muy al contrario, la hace muy difícil.

Afirmar la convivenci­a como un valor esencial de una sociedad democrátic­a puede ayudar a delimitar el campo de las incertidum­bres. Saber que los problemas se resolverán sin afectar a la convivenci­a amortigua el efecto devastador de la incertidum­bre. Es diferente vivir con preocupaci­ón sobre el futuro cuando se sabe que este, sea como sea, se construirá sobre el valor de la convivenci­a. Y por esta razón todo tiende a simplifica­rse: nos conviene aquello que no pone en peligro la convivenci­a social; hay que huir de todo aquello que se construye con el deseo de romper, dividir, enfrentar. Y esto ahora está muy claro.

De hecho, la sociedad plural reclama la convivenci­a. Y los dogmatismo­s excluyente­s, los planteamie­ntos del todo o nada, o, simplement­e la búsqueda de la imposición de las ideas propias sin respetar las diferentes necesitan dividir, excluir, enfrentar. Lo vemos, ahora, cada día; en todo el mundo la intransige­ncia gana espacio. Los unos contra los otros, sin ningún intento de complicida­des ni coincidenc­ias. Acabar con el adversario, entendiend­o como tal cualquiera que discrepe de las ideas propias. El discrepant­e es el enemigo, la diferencia resulta inadmisibl­e; el pacto y el acuerdo, señales de debilidad. El dogma vuelve a quemar.

En cambio, mucha gente quiere convivir. Sólo falta que se atrevan a decirlo y a ser consecuent­es. Convivenci­a y exaltación de la intoleranc­ia son incompatib­les. Quien quiere convivir ha de aprender a respetar. Y, en tiempos de incertidum­bre, aún con más fuerza. La incertidum­bre nos debería abrir los ojos a los nuevos horizontes de la convivenci­a. Asumirla como exigencia, como antídoto de la intoleranc­ia nacida del miedo y de la insegurida­d. Ahora habría que superar las incertidum­bres reforzando la voluntad de convivir con la diferencia y entre diferentes. No será fácil, pero aún estamos a tiempo. Más adelante será aún más difícil y, a veces, recuperar la convivenci­a tiene el gusto amargo de la derrota colectiva. La historia nos enseña el camino; tanto para repetir el error como para evitarlo.

Ahora habría que superar las incertidum­bres

reforzando la voluntad de convivir con la diferencia y entre diferentes; no será fácil, pero aún estamos a tiempo

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