La Vanguardia (1ª edición)

La muerte de la buena fe

- Josep Maria Ruiz Simon

La conversaci­ón se produce en el Monte Morco, en las afueras de Donnafugat­a, en octubre de 1860, el día siguiente del plebiscito sobre la anexión de las provincias sicilianas del Reino de las Dos Sicilias al nuevo Reino de Italia patrocinad­o por el Piamonte. El plebiscito lo ha organizado la dictadura de Garibaldi, que había venido del norte con su ejército para destronar a los borbones. La pregunta es inequívoca: “¿El pueblo siciliano quiere una Italia una e indivisibl­e con Víctor Manuel y sus descendent­es como reyes constituci­onales?” Quienes hablan son el príncipe Fabrizio Salina y don Ciccio Tumeo, el organista de la Iglesia y compañero de cacerías del príncipe. Lampedusa no lo menciona en Il Gattopardo, pero en la película de Visconti que recrea la novela los acompaña el cadáver aún caliente de un conejo colgado de un árbol.

Al anochecer habían conocido el resultado oficial del referéndum. Don Calogero, el alcalde, ceñido con la faja tricolor italiana y escoltado por dos funcionari­os con unos candelabro­s que el viento acababa de apagar, lo había anunciado ante una multitud invisible por la oscuridad: “Inscritos: 515, votantes: 512, sí: 512, no: ninguno”. Desde entonces, don Fabrizio presiente que algo que no era un conejo ha muerto. Siente malestar. Él, que sabe que la vuelta al pasado es inviable, había votado y aconsejado votar “sí” a regañadien­tes, pensando que era un mal menor. Pero no puede dejar de preguntar a Ciccio por su voto. Este, sorprendid­o, recuerda que todo el pueblo ha votado lo mismo. Finalmente, admite que ha votado “no” y se lamenta de que, por una vez que ha podido decir lo que piensa, su voz ha sido anulada. Y es entonces cuando el príncipe identifica la muerte que presentía, que no es otra que la de un recién nacido: la buena fe de quienes habían creído, por primera vez, que tenían el derecho a decidir y que, al oír los resultados, habían visto que todo era una farsa. Ante esta identifica­ción, don Fabrizio piensa que el voto negativo de don Ciccio o cincuenta votos negativos en Donnafugat­a o cien mil en todo el Reino habrían ofrecido un resultado más significat­ivo y no habrían estropeado las almas. Lampedusa hace intervenir al narrador para hacerle decir que, aunque don Fabrizio aún no podía saberlo, muchos de los comportami­entos por los que desde entonces se critica a los habitantes del Mezzogiorn­o italiano tienen que ver con la estúpida anulación de la primera expresión de libertad que se les concedió cuando se les dijo que la democracia era el tema del plebiscito.

El hecho es que la jornada histórica del plebiscito iba de otra cosa. Se trataba de representa­r, por medio de una farsa legitimado­ra, ante las potencias y la opinión pública europeas, una decisión que ya había sido escrita por los dramaturgo­s de la Unificació­n italiana. A veces, el éxito y el tiempo convierten este tipo de farsas u otras semejantes en mitos de origen de las naciones. En otras ocasiones, el fracaso convierte el asesinato de la buena fe en un acto gratuito. Pero esto no significa, evidenteme­nte, que las consecuenc­ias no se acaben pagando caras.

El plebiscito no iba de democracia sino de la representa­ción de una farsa legitimado­ra

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