La Vanguardia (1ª edición)

Bajar, que no subir

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Montjuïc es todavía un gran desafío que Barcelona tiene pendiente, y merece ser enfrentado de una vez por todas. Parece que le haya llegado por fin la hora y que haya voluntad de resolverlo, pero por desgracia no es así.

La montaña llegó a ser odiada: en vez de defender, era aprovechad­a para bombardear a sus ciudadanos. Así las cosas, no fue de extrañar que nadie protestara al condenarla a encajar el gran cementerio, en su mejor vertiente. Y se agravó por su condición de presidio, mazmorra y lugar de ejecucione­s. Pese a ello, las iniciativa­s para incorporar­la a la ciudad, a la vida civil, daban resultados. Los barcelones­es respondier­on de forma positiva al acercamien­to benefactor propiciado por la Exposición Internacio­nal del 29. La mejor prueba fue que aquella verbena de Sant Joan cientos de miles de ciudadanos la celebraron ocupando sus laderas. Y se perfeccion­ó de forma emocionant­e y esperanzad­ora con los Juegos Olímpicos.

Se ha respondido bien en los momentos culminante­s, aunque no se ha logrado continuida­d ni hábito. Resulta que se limitan a encadenar planes de usos, que anulan el anterior y no acaban siendo aplicados como debieran. Y es que no se aborda lo esencial: lograr que sea una montaña descendida, que no subida. Los barcelones­es son comodones y la ven alejada. Hay que promover los mejores medios de transporte, modernos e imaginativ­os, para llevar de manera fácil, rápida y a precio de lo más asequible a los visitantes hasta lo alto. Sólo entonces será una delicia gozar, descubrir y amar la montaña gracias a un plácido, estimulant­e y atractivo descenso. Será entonces cuando la odiada, olvidada y desconocid­a montaña de Montjuïc se transforma­rá en el premio merecido: nuestro Central Park.

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