La Vanguardia (1ª edición)

¿Y quién es el lobo?

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Todo lo que hacía su padre, él lo hacía igual. Si su padre se subía a un árbol, el crío se iba detrás. Si el hombre intentaba un mortal desde el trampolín, lo mismo. Su padre, su padre...

–Es un loco. Yo también quiero ser un loco –decía la criatura.

Nuestro muchacho tenía cinco años y ya esquiaba por todas partes como su padre, que había sido un campeón del esquí alpino. El chiquillo bajaba negras, se metía en tubos, a veces exploraba fuera de las pistas.

Una vez se subió al telesilla y en un despiste perdió un bastón. ¿Qué hizo?

Se fue detrás.

Ante el estupor y el sobresalto de sus compañeros de viaje, el crío había saltado al vacío, en busca de su bastón:

–¡Se ha caído un niño!

Pasó lo que nadie se hubiera imaginado. El niño desapareci­ó, marchándos­e monte arriba. ¿Por mucho tiempo? Por horas, que luego se convirtier­on en días, semanas, meses y años.

Había pasado mucho tiempo y ya muy pocos recordaban a aquel desapareci­do cuando al fin apareció. Ahora era un niño-lobo .O un adolescent­e-lobo, más bien.

Como quien se topa con el yeti, un pastor se había cruzado con el muchacho. Había ocurrido a muchos kilómetros de distancia de aquel telesilla, monte arriba. El adolescent­elobo iba desnudo, sucio, caminaba a cuatro patas, gruñía y llevaba la mirada perdida. Lo primero que hizo fue intentar morder al pastor. El hombre pidió ayuda y subieron otros a ayudarle. Al final, rescataron al crío. No sabía leer ni escribir ni coger los cubiertos, así que hubo que resetearlo. Los padres le observaban con recelo. Le pusieron ropa cuyo tacto le hizo enfermar. Lo llevaron a la escuela y los compañeros se reían de él. Nunca tuvo un amigo. Tampoco se aclaraba con las lecciones, no entendía la regla de tres y sufría con los idiomas. Desesperad­os, los profesores se mesaban los cabellos.

No pudo acabar los estudios y tampoco le ofrecieron trabajo. Pasaba los días delante de la televisión y los fines de semana de invierno en la estación de esquí, esquiando como en la infancia, junto a su padre, que seguía empeñado en hacer de su hijo un campeón en algo.

Un día, allí arriba, en el telesilla, el adolescent­e-lobo, ahora un hombrelobo, dejó caer su bastón y saltó detrás. Como la otra vez, se fue monte arriba. Se perdió durante horas, días, meses y años, y ya nadie subió a buscarle.

No se volvió a saber de él.

No sabía leer ni escribir ni coger los cubiertos, así que hubo que resetearlo: los profesores se desesperab­an

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