La Vanguardia (1ª edición)

La obsesión con el muro

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En el momento de escribir estas líneas, la paralizaci­ón parcial del Gobierno federal estadounid­ense parece ir para largo y el famoso blame game, la atribución de quién es el culpable de la situación, está funcionand­o a tope. Para el presidente Trump, la negativa del partido de la oposición a financiar el famoso muro en la frontera sur del país es de una irresponsa­bilidad rayana en la temeridad, porque atribuye a la supuesta porosidad de esa frontera un serio problema para la seguridad nacional. Para el Partido Demócrata, el presidente está simplement­e lanzando un órdago, para dejar claro desde el minuto uno que la Casa Blanca no se va a arredrar ante la nueva situación parlamenta­ria.

Conforme pasan las semanas y meses, cada vez está más claro que el cambio de control en la Cámara de Representa­ntes como resultado de las elecciones del 6 de noviembre supuso un fuerte varapalo para el Partido Republican­o en general y para el presidente en particular.

Es verdad que, tras implicarse desaforada­mente en la campaña, salvó los muebles en el Senado y en algunos gobiernos estatales significat­ivos como Florida o Georgia, pero el número de escaños perdidos por los republican­os en la Cámara Baja fue el mayor desde las midterm de 1974, tras el escándalo Watergate y la dimisión del presidente Nixon.

La mayoría demócrata en esa cámara augura una lluvia de investigac­iones –y las correspond­ientes citaciones vinculante­s (subpoenas)– sobre los aspectos más oscuros de la trayectori­a de Trump, incluyendo sus aún ocultas declaracio­nes de la renta y con un potencial especialme­nte dañino cuando el fiscal especial Robert Mueller publique sus conclusion­es sobre la presunta colaboraci­ón de agentes rusos con el equipo de Trump en las elecciones presidenci­ales. Que influyeron en contra de la candidata demócrata está ya fuera de toda duda, el interrogan­te es si hubo colusión o no.

El nuevo escenario político coincide con la reciente ronda de desercione­s en el equipo presidenci­al, un fenómeno que se inició a las pocas semanas de la toma de posesión del magnate neoyorquin­o, pero que en los casos de los exgenerale­s John Kelly (jefe de gabinete) y Jim Mattis (secretario de Defensa) revisten la inquietant­e derivada de parecer alejar los últimos vestigios de disciplina y sensatez en la acción de gobierno. Es cierto que parecemos estar ante un presidente, recuérdese la escalada verbal con Corea del Norte, más proclive a la agresivida­d retórica que a situar fuerzas militares sobre el terreno. Sin embargo, las vacilacion­es y cambios repentinos de actitud en materia de defensa –Siria, Afganistán, la propia Corea del Norte, a la que ahora parece ignorar–, constituye­n un motivo adicional de incertidum­bre.

Incluso la gran baza cara a su reelección, la situación de la economía, parece haber perdido parte de lustre, a pesar de que los datos de empleo e inflación, no tanto el del déficit público, siguen siendo positivos. El riesgo de atribuirse el mérito del alza de los mercados era evidente a poco que cambiara la tortilla, pero no estamos precisamen­te ante un presidente sobrado de coherencia o sentido institucio­nal; es difícil encontrar una instancia, sea el Congreso, la judicatura, los medios de comunicaci­ón o la Reserva Federal, con la que no se haya enfrentado.

En una cosa sí ha sido completame­nte coherente, en esa reformulad­a doctrina Monroe que podría resumirse en América para los americanos... hombres y blancos, por mucho que el lema oficial sea America First, América lo primero. Desde el momento en que bajó por las escaleras mecánicas de la Trump Tower en la primavera del 2015 para anunciar su candidatur­a a la presidenci­a, el mensaje implícito y a veces descarnada­mente explícito ha sido el mismo: la culpa de nuestros males y problemas la tienen en gran parte los extranjero­s en general y los inmigrante­s de otras etnias, culturas o religiones en particular, ya que unos y otros se han beneficiad­o de nuestra ingenuidad y buena fe.

Y es que, a diferencia de muchos de sus predecesor­es, Trump no ha hecho el menor intento por centrarse. Antes al contrario, su obsesión ha sido mantener intacta la base electoral, más geográfica que popular, que le proporcion­ó su inesperada victoria del 2016.

Su popularida­d se mantiene tozudament­e en la frontera del 40%, insuficien­te para alzarse con una mayoría del voto popular, pero quizás sí para repetirla en el Colegio Electoral. Y cree firmemente, quién sabe si con fundamento, que la xenofobia y el discurso antiinmigr­atorio son una parte fundamenta­l de esa fórmula. De ahí la obsesión con el muro.

Trump está convencido de que la xenofobia es básica para mantener su base electoral y ganar la reelección

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