La Vanguardia (1ª edición)

Ropa sucia

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Las sociedades de nuestro entorno se distinguen entre sí no tanto por la calidad de unas leyes que se parecen unas a otras como por el conjunto de normas no escritas encaminada­s a mejorar la catadura moral de los ciudadanos, y cuya observanci­a distingue una sociedad bien educada de otra que no lo es. “La ropa sucia se lava en casa” es una de esas normas. Lo es porque da por supuesto que una sociedad sana no necesita ayuda para sancionar la mala educación, el mal gusto, la desvergüen­za y, en general, aquellas conductas que, sin constituir delito, degradan la convivenci­a. Acudir a la tintorería de la esquina señala a veces que no hay jabón en casa, otras es síntoma de cobardía. Sea cual sea la causa, lo cierto es que está feo lavar la ropa sucia en presencia de extraños, y observa uno con cierta tristeza que esa mala práctica está en auge entre nosotros.

El procés sacó a relucir una montaña de ropa sucia, en parte imaginaria; no hace falta repetir ni siquiera una muestra de lo que han dicho de España los protagonis­tas de ese triste episodio, tanto desde dentro como desde fuera del país. A mi juicio, dos factores han inspirado el fenómeno. El primero es un desconocim­iento rayano en la ingenuidad. Los separatist­as han visto de cerca las tripas de nuestra democracia y las comparan con la imagen de otros países que son más cuidadosos a la hora de mostrar su ropa sucia. El segundo factor no tiene nada de ingenuo. Para el separatism­o no hay deber de lealtad, ni de respeto, ni de buena educación siquiera, cuando de España se trata: la retórica separatist­a ha ido convirtien­do al Gobierno de España de adversario en enemigo. ¿Por qué andarse con remilgos con él? “¿Por qué hacer cosquillas a los rinoceront­es?”, decía Unamuno, mejor darle sin más una coz.

Esta epidemia no me parece tan alarmante como la que desde hace unos meses tiene su epicentro en las Cortes: me refiero al desparpajo

A. PASTOR, con que los dos grandes partidos hoy en la oposición emplean términos ofensivos, sin justificac­ión objetiva alguna, en sus ataques al Gobierno del presidente Sánchez. Tampoco ocuparemos espacio reproducie­ndo aquí sus exabruptos: baste quizá recordar que decir en sede parlamenta­ria que el presidente está “vendido” y acusarlo de traición a España excede todos los límites de la corrección. Por otra parte, a la hora de internacio­nalizar su particular conflicto, que no es otro que el estar en la oposición, el PP es tan desleal a la imagen de España como el separatism­o catalán. Baste un ejemplo: recienteme­nte

La excesiva importanci­a de grupos que sólo parecen buscar el conflicto abierto es hoy nuestro principal problema

hemos podido ver y oír en televisión cómo Pablo Casado, acercándos­e al oído del presidente Juncker, en su calidad de líder de la oposición, declaraba que “España es un desastre”.

La frase es reprobable, pero confieso que no me sorprende. No es la primera vez que, incluso en mi limitada experienci­a, observo cómo miembros destacados del PP despelleja­n al gobierno de España en presencia de extranjero­s. Asistí hace años a una sesión en la que dos militantes del PP, que posteriorm­ente fueron ministros en el primer gobierno de Aznar, decían pestes del gobierno socialista en presencia del ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, y no olvido la expresión de asombro y consternac­ión del ministro británico. Poco después, en el umbral de las elecciones que dieron el gobierno al PP, dos de sus militantes principale­s hacían correr el rumor de que el Banco de España estaba perdiendo reservas. Cómo pensaban así contribuir a la estabilida­d del país fue una pregunta que no mereció respuesta.

Esas manifestac­iones se basan en un único axioma: España sólo es ella misma cuando la gobierna el PP; cualquier alternativ­a equivale a ponerla en manos de okupas. Sólo hay una forma de buen gobierno: la mayoría absoluta, que evita recurrir a partidos que no hacen sino roer la unidad de la España eterna. Es decir, que no hay mejor forma de administra­r el poder que ponerlo todo en una mano: la suya. Y, en el caso de estar en la oposición, no debe haber otro objetivo que derribar cuanto antes al okupa de turno, y para lograrlo cualquier medio es válido, puesto que se trata de salvar a España. Una visión que no es la que presidió la redacción de la Constituci­ón de 1978 y que encaja aún peor en la España de hoy.

Así como el catalanism­o ha sido, una vez más, víctima del separatism­o, puede que la derecha conservado­ra española esté siendo víctima de su facción más retrógrada e intransige­nte, la menos adaptada a las necesidade­s de una sociedad habitable. Resulta de todo ello que la excesiva importanci­a de grupos que sólo parecen buscar el conflicto abierto es hoy segurament­e nuestro principal problema. Mientras lo abordamos será mejor no caer en la tentación de confiar nuestra ropa sucia al extranjero. Nadie nos la lavará. Habrá que hacerlo en casa, y sobre todo procurar que las causas que la originaron –cobardía o falta de jabón– vayan desapareci­endo.

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PERICO PASTOR

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