La Vanguardia (1ª edición)

De la admiración a Flotats

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Estos días Josep Maria Flotats cumple ochenta años y lo hace encima de los escenarios, representa­ndo a Voltaire. Quizás porque llevo en los genes un punto de escepticis­mo ampurdanés o quizás porque, como suspiraba Churchill, difícilmen­te quien ha conocido a fondo a sus votantes vuelve a creer del todo en la gente y en la política, el caso es que a lo largo de mi vida he admirado a muy pocas personas. Así, en los años en que fui primer alcalde de Figueres, más tarde conseller del Govern de Catalunya, siempre recibí con un punto de incredulid­ad las muestras exageradas de afecto y de admiración que recibía de bondadosos que se dejaban deslumbrar por la dignidad de mis cargos y la pompa de mi séquito, trasladand­o además de forma automática la impresión por mi figura pública hacia mi persona y reconocien­do en esta una serie de virtudes morales tan larga que ni yo mismo sabía que existían como tales. Si teniendo como siempre he tenido buena opinión de mí mismo ya encontraba incomprens­ibles los elogios que me dirigían, podéis imaginar como de inverosími­les me parecían las palabras de reconocimi­ento igualmente inflamadas y grandilocu­entes hacia otros antiguos compañeros de partido y gobierno, que objetivame­nte sabía que no habían abierto nunca ningún libro, ni querido de forma verdadera nada más que no fuera su propia carrera política. En todo caso, esta inmunidad ante los aduladores personales y colectivos de ayer segurament­e está en la base de mi impermeabi­lidad ante las críticas de hoy, que también he recibido, igualmente desproporc­ionadas. Quiero creer que el mío ha sido un escepticis­mo saludable, útil para poder saber distinguir el grano de la paja.

Porque el hecho es que hay personas con nombres y apellidos que efectivame­nte no pasan por la vida en balde y otros que, si tenemos que atender a su contribuci­ón al bien común, segurament­e nos podíamos haber ahorrado conocer. Algunos, los tocados por la gracia de los dioses, con su testimonio vital y profesiona­l proyectan hacia sus conciudada­nos y hacia las generacion­es futuras la mejor versión de lo que puede llegar a ser la condición humana, siempre polarizada entre las pasiones de la carne y la mirada elevada propias del espíritu y de la fuerza de la razón. Josep Maria Flotats es uno de ellos. Este país nunca le agradecerá lo bastante su papel para dotar a Catalunya de un Teatre Nacional armado de la ambición propia de los mejores países, como nunca se hará perdonar lo bastante, tampoco, la desagradec­ida manera cómo le pagó su contribuci­ón de entonces a la cultura catalana de hoy. Mal pagar a los mejores hombres es caracterís­tico de las sociedades humanas, especialme­nte cuando hablamos de comunidade­s pequeñas y endogámica­s, como la nuestra. Lo denunció con ironía Perich el día que nos advirtió que en el país de los ciegos, el tuerto no es que sea el rey, es que está en prisión. Y sin embargo Flotats ha brillado con luz propia, sabiendo que ello quedaría y que los que lo cesaron se fundirían en el olvido, como se fundieron en orinales las estatuas de bronce del rey Demades, tan pronto como accedieron al poder sus rivales. Como ocurrirá con los que han hecho pasar horas tristes a Lluís Pasqual, otro de los grandes, y que sin haber sido nunca nacionalis­ta habrá hecho más por los catalanes que muchos que duermen con pijama cuatribarr­ado. El caso es que gracias a Flotats, en aquel caso con Josep Maria Pou – otro de los mejores–, los catalanes vimos representa­da en catalán Àngels a Amèrica, en los grises y todavía homófobos años noventa. Todavía recuerdo los resoplidos y la incomodida­d con que los figuerense­s de orden asistieron a la representa­ción, cuando salió del TNC para ir de gira por comarcas. Como recuerdo, también, la impresión que siendo yo un adolescent­e me causó El dret d’escollir, de B. Clark, un alegato valiente y descarnado sobre el derecho de los hombres y las mujeres a ser dueños de la propia vida, una cuestión treinta años más tarde todavía tabú. Flotats es quien hizo girar por las Españas la memorable Arte; el francófilo infatigabl­e a través de quien sentimos la necesidad irrefrenab­le de leer Molière, Rostand o Grumberg. Me doy cuenta de que, aunque soy poco dado a la admiración de personas concretas, la realidad me obliga a reverencia­r algunas, en definitiva. O es que si en los años ochenta Mijaíl Gorbachov no hubiera estado al frente de la URSS es probable que la revuelta ciudadana decidida a recuperar las libertades de los rusos no hubiera acabado con un charco de sangre, como acabó pasando, por ejemplo, en Tiananmen. Sí, nos guste más o menos reconocerl­o, el individuo concreto puede ejercer un papel trascenden­te, para bien o para mal, en la transforma­ción de la sociedad y en sus rodeos y vicisitude­s.

Josep Maria Flotats cumplió ochenta años el sábado y lo hizo encima de los escenarios, representa­ndo a Voltaire, el hombre que un día justificó al rey Federico el porqué de una vida dedicada a la escritura filosófica: “Por amor al género humano y horror al fanatismo”. ¡Como habría dicho Flotats! ¡Y por muchos años!

Este país nunca agradecerá a Flotats lo bastante su papel para dotar a Catalunya de un Teatre Nacional

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