La Vanguardia (1ª edición)

Juicio final en el tanatorio

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El martes, el arranque del juicio final me pilló en el tanatorio. Se había muerto mi amigo Pepe, taxista jubilado, que me dejó como herencia una de las cosas con las que más disfruto: hacer paellas rodeado de mis amigos. No hay día que esté preparando un sofrito o echándole leña al fuego que no me acuerde de él, con su delantal, sin camiseta, y sus risas cuando le decía que se parecía a Miliki.

La convocator­ia de elecciones del viernes me pilló de camino al hospital para hacerme una prueba. Nada grave, pero si este es el resumen de mi semana –tanatorio y hospital–, está claro que me he hecho mayor. La cosa es que la vida cotidiana sigue, mientras a nuestro alrededor se suceden acontecimi­entos históricos –cada vez más habituales– que sacuden a un país agotado, tensado y bastante harto de sus políticos. Enorme problema global que la política provoque tanto rechazo. El terreno está abonado para que llegue algo peor. Y que no se equivoque nadie: cuanto peor..., peor.

Sigo el juicio sobre todo por la radio. Casi siempre en RAC1, donde hacen una programaci­ón non stop. En estos tiempos de susceptibi­lidades a flor de piel, me voy a permitir una frivolidad, que no es poco. La retransmis­ión del juicio me está recordando en algunos momentos a la que hacen de la lotería de Navidad. El 22 de diciembre el sonido de los niños de San Ildefonso acompaña de fondo a la programaci­ón radiofónic­a habitual, y cuando hay un premio gordo, suben el volumen que les llega desde el salón de Loterías y Apuestas del Estado. Pues eso es, salvando las distancias, lo que hacen durante la retransmis­ión del juicio: se va escuchando de fondo el soniquete de los que interviene­n y suben el volumen cuando hay una declaració­n importante. De momento, ya han salido algunos premios, pero el gordo se hará esperar.

España es ahora mismo un gran sorteo, una lotería judicial y electoral de la que soy incapaz de pronostica­r qué bolita puede salir. Los políticos que hicieron dejación de funciones (de un lado y de otro) han convertido el Tribunal Supremo en el salón de Loterías y Apuestas de un Estado incapaz de resolver problemas políticos por vías políticas. Los hechos de octubre del 2017 no debería sentenciar­los un juez. Que ese marrón ahora se lo tengan que comer Manuel Marchena y los otros seis magistrado­s es una anomalía.

Por cierto, con todo lo que se había dicho sobre Marchena, me está pareciendo una de las revelacion­es del juicio. De esos árbitros que interviene­n cuando el juego lo requiere. Y lejos de parecer el juez y parte que nos pintaron, ya ha amonestado verbalment­e a ambos equipos, sin más protagonis­mo que el necesario. Ojalá no le embarren el campo y tenga que recurrir a las tarjetas. La otra revelación es Joaquim Forn, discreto durante los meses en la cárcel, pero que demostró horas de en- treno antes de saltar al terreno de juego. El fiscal que se encargó de marcarlo, fuera de forma, debió de soñar con él tras interrogar­le. Viendo el nivel de sus preguntas, eché de menos a Carlos Alsina, el mejor interrogad­or de este país. Y si no, que se lo pregunten a Quim Torra.

Henrique Cymerman me dijo una vez en Tel Aviv sobre el conflicto palestino-israelí: “Demasiada historia para tan poca tierra”. Algo parecido podríamos decir esta semana: “Demasiado acontecimi­ento para tan pocos días”. Por suerte estamos en febrero, y cada mañana me despierto con un vídeo enviado por mi amigo Luis con la mejor actuación de la noche anterior en las preliminar­es del concurso del carnaval de Cádiz. Un día me levanto con el Bizcocho, otro con el Selu, el siguiente con el Morera, que esta semana contaba en su cuarteto lo feliz que estaba por la muerte de su padre, porque en el tanatorio se había juntado toda la familia...

Pues eso, a pesar de los nubarrones, miremos el lado bueno de la vida. Que la guasa nos puede salvar de momentos como este. Porque también esto pasará.

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MARTÍN TOGNOLA
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