La Vanguardia (1ª edición)

Sobre el diálogo transaccio­nal

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Se lo he contado más de una vez. Recién había comenzado a ejercer de notario en Barcelona. Era una tarde de otoño hace más de cuarenta años. A primera hora se sentaron en la sala de firmas los hijos de un conocido empresario barcelonés fallecido hacía unos meses para formalizar su herencia. Les acompañaba el viejo abogado de la familia, que había ejercido como consejero del padre durante décadas. Vestía aún a la antigua usanza, de gris muy oscuro, casi negro, camisa blanca y corbata a juego. Tono pausado y gesto impávido. Antes de cerrar el pacto se entabló un largo debate, que alcanzó puntas de fuerte enfrentami­ento. Caían las horas, pero al final –pasadas ya las nueve– el abogado logró encauzar la polémica, serenar los ánimos, impulsar un acuerdo y permitirme leer la escritura. Firmaron todos con gesto adusto, casi desabrido, y se fueron. El abogado se quedó conmigo pretextand­o no sé qué; quería evitar el riesgo de reiniciar la discusión en la calle. Al quedarnos solos, le felicité: “Pensé que no se firmaba –le dije–, ¿cómo lo has conseguido?”. Y esta fue su respuesta: “En casos así, hay que observar tres reglas. 1) Huir de la retórica. Centrarse en el tema concreto objeto de discusión, evitar las grandes palabras y los principios generales, eludir los recuerdos del pasado, evitar que afloren los sentimient­os, hacer tabla rasa de los agravios y no insistir en los afectos. 2) Reducir las discrepanc­ias a cosas intercambi­ables. Concretar las diferencia­s en pesetas, metros cuadrados y derechos, y una vez hecho esto, cambiar cromos, es decir, transaccio­nar las pretension­es existentes mediante sendas adjudicaci­ones equivalent­es a todos los implicados. 3) Aplazar lo innegociab­le. Obviar aquel punto irresolubl­e que siempre hay en todo conflicto, dejando su resolución para un futuro más o menos lejano, porque –concluyó– qui dia passa, any empeny”. Dicho lo cual, nos despedimos.

Llevaba razón, pero olvidó lo que constituye el presupuest­o básico para que las reglas apuntadas por él sean operativas. Quizá porque, en aquel tiempo, se daba por descontado. Este presupuest­o es que todas las partes implicadas tengan auténtica voluntad de llegar a un acuerdo mediante la transacció­n, es decir, que sientan el más firme deseo de zanjar sus diferencia­s mediante recíprocas concesione­s; lo que significa que nadie puede pretender la satisfacci­ón completa de sus pretension­es. Todos han de perder algo. Esto es lo que hace la transacció­n muy antipática pero, a la vez, extraordin­ariamente fecunda. Para entender bien el alcance de este presupuest­o negocial, resulta muy útil una reflexión del president Tarradella­s –leída en las memorias de Josep Maria Bricall, Una certa distancia– según la cual lo primero que uno debe hacer cuando se dispone a negociar es tener muy claro lo que la otra parte nunca puede ceder y, en segundo término, lo que uno mismo tampoco puede abandonar jamás; lo que implica, a su vez, que la negociació­n y la transacció­n deben recaer sólo sobre todo aquello que es negociable para ambas partes. Esto significa que no se puede alegar con tozuda insistenci­a una pretendida voluntad de diálogo, para poner acto seguido sobre la mesa y exigir –como condición previa de este diálogo– que figure en el orden del día un punto que se sabe de entrada, con absoluta certeza, que la otra parte considera innegociab­le. Si se insiste una y otra vez en este proceder –que es una auténtica trampa–, hay que concluir que quien tal hace carece de buena fe contractua­l: no quiere negociar, sino que sólo pretende presentars­e ante terceros como un dechado de moderación y un espejo de democracia, cuando lo cierto es que busca exclusivam­ente frustrar de raíz todo diálogo, si bien achacando a la otra parte la culpa del fracaso y presentánd­ose como un perseguido y un agraviado. Por consiguien­te, esta escandalos­a ausencia de buena fe y este proceder oblicuo y torticero constituye­n una deslealtad que hace imposible el diálogo e impide cualquier negociació­n. Tal proceder es un escarnio que encrespa los ánimos y provoca enfrentami­entos. Porque, al final, todo tiene un límite, y la cuerda se rompe de tanto tirar de ella. Aunque hay quien cree que todo le está permitido en aras de un sublime ideal; pero antes o después choca con la realidad de los hechos, y entonces se queja: ¿qué he hecho yo para merecer esto?, se pregunta entre atónito e indignado.

Es cierto que existen problemas de muy arduo tratamient­o y no menos difícil solución. Pero también debemos ser muy consciente­s de que, en numerosas ocasiones, son las personas encargadas de resolverlo­s las que contribuye­n con su impericia, su egoísmo o su torpeza, cuando no con su torcida intención, a enconar los enfrentami­entos, levantar barreras y evitar arreglos o apaños que puedan facilitar la convivenci­a y afrontar con alguna confianza el futuro. Si tal sucede, hay que prescindir de estas personas, sustituyén­dolas por otras que, al menos, procedan con aquella buena fe sin la cual es imposible pactar una convivenci­a en paz.

No se puede alegar voluntad de diálogo cuando se pone como condición previa un punto innegociab­le para la otra parte

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