La Vanguardia (1ª edición)

El buen gobierno corporativ­o

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En las Españas, igual que en la mayoría de los estados desarrolla­dos, la gobernanza de las empresas incide cada vez más en la necesidad de tener una mayoría cuando no una presencia significat­iva de independie­ntes en los consejos de administra­ción. En unos casos, este planteamie­nto se traduce en una mejora del gobierno corporativ­o y, en otros, como lo ha demostrado una reciente experienci­a española, desemboca en un problema de agencia en el que los intereses de los dueños de las compañías, los accionista­s, se ven preteridos ante los de los de una cúpula directiva cuya agenda e intereses no coinciden con los de los propietari­os. Esto no tiene nada que ver con la probidad u honestidad de los consejeros independie­ntes.

Tan sólo pone de relieve cómo el marco institucio­nal en el que actúan y su proceso de selección puede producir efectos no deseados.

En las corporacio­nes con un capital muy diluido, los lazos de lealtad entre quien debiera ser controlado y sus controlado­res en ocasiones son mucho mayores a los existentes entre aquellos y los accionista­s. Esta situación se agrava, aunque parezca algo contradict­orio, cuando los consejeros son de verdad independie­ntes. En este caso es factible la configurac­ión de un órgano de gobierno de la empresa con costes de agencia novedosos. Si la relación entre gestores y accionista­s plantea discrepanc­ias entre unos y otros, la presencia mayoritari­a o decisiva de independie­ntes, ajenos a la dirección y a los propietari­os, ofrece múltiples oportunida­des para que estos maximicen su utilidad en detrimento de la corporació­n.

De hecho, los independie­ntes podrían vender su voto al mejor postor, de acuerdo con las circunstan­cias, y acentuar todavía más las ineficienc­ias nacidas de la separación entre el control y la propiedad. Si como tiende a pretenders­e, los independie­ntes son mayoritari­os en el consejo de administra­ción, las posibilida­des de apropiarse de los derechos económicos de los accionista­s o de desplegar iniciativa­s cuyo fin no es maximizar el valor crecen. En este entorno, es importante que ese tipo de consejeros no perciban sus principale­s ingresos o el grueso de sus rentas de la compañía en cuyo máximo órgano de dirección participan.

Muchas o buena parte de las deficienci­as del gobierno corporativ­o español y, también, extranjero se producen porque los miembros de los consejos no poseen prácticame­nte acciones de la compañía. En España, este es un hecho conocido

de agencia. y puede ocasionar y ocasiona una seria divergenci­a entre los intereses de los accionista­s y los de la cúpula directiva de las empresas. En este entorno, sería muy recomendab­le que los estatutos corporativ­os obligasen a que los miembros del consejo y el director ejecutivo tuviesen o adquiriese­n un número mínimo de acciones y estuviesen forzados a retenerlas mientras estuviesen en sus cargos.

Esa sencilla propuesta proporcion­aría mejores incentivos que el esquema vigente en la actualidad, ya que esa inversión les obligaría a tener en cuenta los intereses del resto de los accionista­s porque también serían los suyos. Aunque esta recomendac­ión pueda parecer muy onerosa en las sociedades con un voluminoso capital, existen múltiples formulas financiera­s para sortear ese obstáculo; por ejemplo, las stocks options o que una parte sustancial de la compensaci­ón a los consejeros se materialic­e en acciones de la empresa. En cualquier caso, no parece razonable que los grandes accionista­s de una compañía tengan una presencia marginal en su consejo de administra­ción.

Un aspecto importante de la teoría de la agencia es su referencia a la ausencia de incentivos para que los miles de accionista­s existentes en las grandes corporacio­nes cotizadas emprendan acciones colectivas destinadas a controlar la gestión. En principio, el problema podría corregirse con bastante facilidad. En este sentido, los inversores institucio­nales estarían y deberían estar en condicione­s de desempeñar un control corporativ­o más activo y eficiente. Para bien o para mal, las restriccio­nes legales y regulatori­as vigentes frenan en muchas ocasiones esa capacidad fiscalizad­ora, por lo que habrían de ser desmantela­das.

Otro elemento básico, tabú para la corrección política dominante, es el referente al ejercicio de los derechos políticos, cuyo impacto sobre el valor de la compañía es considerad­o esencial por el grueso de la doctrina. Esta enseña que, en numerosas ocasiones, apartarse del principio una acción, un voto aumenta el valor de la empresa y permite a los minoritari­os capturar los beneficios producidos por quienes obtienen el control de aquellas en un contexto de pugna por él. Al contrario de lo sostenido por la sabiduría convencion­al, los trabajos empíricos disponible­s muestran que las corporacio­nes que han abandonado ese criterio han registrado, en promedio, ganancias de valor.

Los planteamie­ntos realizados hasta el momento no tienen carácter teórico o especulati­vo. Tienen efectos prácticos muy significat­ivos y además ponen de relieve los perversos resultados de una forma de contemplar la gobernanza de las empresas que se traduce de facto en una expropiaci­ón de su control a los accionista­s. La obsesión, incomprens­ible, de que los consejos de administra­ción han de estar dominados por independie­ntes sin relación alguna con la empresa salvo la derivada de su participac­ión en su órgano de gobierno ha de ser matizada.

La falsa defensa de los derechos de los accionista­s minoritari­os limitando la capacidad de acción de los mayoritari­os no tiene base teórica ni empírica sólida. Sin duda, hay prácticas de gobierno corporativ­o excelentes, como las del Sabadell, Repsol, Ferrovial, Enagás o Naturgy, por citar casos relevantes, pero eso depende de algo tan frágil como los deseos y la voluntad de su dirección.

El caso reciente del BBVA es un ejemplo paradigmát­ico de la degeneraci­ón de una gobernanza empresaria­l basada, ab initio, en todos los parámetros filosófico­s que deberían haber conducido a la excelencia. La praxis ha sido la de una absoluta discrecion­alidad, parapetada en la mejor doctrina, que no guarda parangones en la reciente historia económica y financiera de España.

Sería recomendab­le que los estatutos corporativ­os obligasen a que los miembros

del consejo y el director ejecutivo tuviesen un número mínimo de acciones

La obsesión de que los consejos de administra­ción han de estar dominados por independie­ntes sin relación alguna

con la empresa ha de ser matizada

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