La Vanguardia (1ª edición)

Sistema de estricta vigilancia

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El Foro de Davos 2019 ha sido un déjà vu respecto de la cita anterior. Parece que el mundo se ha parado un año. Seguimos con las oportunida­des de la inteligenc­ia artificial, la robótica, el blockchain y la biotecnolo­gía; y con los retos del cambio climático y la cibersegur­idad. Continuamo­s luchando por la paridad, la educación infantil y la erradicaci­ón de enfermedad­es. En el nivel geopolític­o, los grandes asuntos se mantienen: el deterioro del orden liberal, la guerra comercial China-EE.UU., Siria y el Brexit. Sí se han producido cambios políticos en Latinoamér­ica, en México y Brasil y sobre todo la declaració­n de Guaidó en Venezuela, que nos cogió a algunos escuchando al presidente Sánchez en la sala principal, a 15 grados bajo cero en el exterior. Novedades que, siendo importante­s, no cambian la fotografía del conjunto. Y lo mismo ocurre con el análisis económico. Como en el 2018, el mensaje ha sido que el largo periodo de crecimient­o económico está en su fase final, aunque nadie sabe cuándo, ni tiene muy claro el porqué. En cuanto a nuestro monotema, como en años anteriores, ni uno solo de los cientos de debates lo ha mencionado siquiera.

Todo catalán que no sea cínico, fanático o desinforma­do debe admitir que el procés ha sido un desastre para el prestigio de Catalunya, su estabilida­d económica y la convivenci­a. Por ello, el gran objetivo es impedir que un drama de esta magnitud vuelva a repetirse. ¿Cómo? Muchos piensan que la manera de salir de este embrollo es seguir intentándo­lo. Provocar de nuevo la reacción de la justicia y así fomentar el victimismo que permita aumentar la base social. Con ello y una persistent­e labor de desprestig­io de España, volver a intentar recibir el apoyo de la comunidad internacio­nal. De nuevo, quien no sea cínico, fanático o desinforma­do reconoce ya a estas alturas que los países no se escinden así como así y que el camino cuanto peor, mejor no lleva a ningún sitio, salvo a la decadencia, y quizás también a la violencia. La Constituci­ón exige,

J. MALET, como todas las del mundo, unas mayorías reforzadas para cambiar su artículo 2, que proclama la integridad territoria­l. No sería democrátic­o que el 7% de los votantes de España (47,5% de los catalanes) pudiese escindir una de sus partes sin las mayorías reforzadas exigibles para cualquier otro cambio constituci­onal. Ningún país con una democracia de más de una década se ha segregado hasta la fecha, y los únicos que han permitido un intento (Canadá y el Reino Unido) han consensuad­o antes una mayoría suficiente en sus parlamento­s estatales. En otras palabras, salvo que dejemos de ser una democracia, un referéndum de secesión sólo sería posible si lo permitiera­n mayorías reforzadas en toda España, y eso no pasará.

Otra vía con grandes adeptos es intentar un pacto entre el Estado y las fuerzas independen­tistas. Algunos piensan que con una política de contentami­ento se rebajarán los objetivos del independen­tismo y, al quitar razones mediante mayores competenci­as, disminuirá­n las mayorías que buscan romper con el orden constituci­onal. Algunas de estas ofertas bienintenc­ionadas incluyen blindar competenci­as en educación, cultura, lengua y ordenación territoria­l, ampliar las competenci­as fiscales y cambiar el nombre de algunas institucio­nes y textos, reforzando la apariencia de Estado.

Desde mi punto de vista, pensar que la solución es la concesión de más autogobier­no no se sustenta bajo los prismas de la experienci­a y de la lógica. Presumir lealtad de los independen­tistas es un error. El independen­tismo ha utilizado todos los resortes de poder a su alcance y utilizaría estas mayores competenci­as sobre los centros educativos, la lengua o los contribuye­ntes. Los líderes ya han manifestad­o que nada les parará, y difícilmen­te la población que los apoya va a cambiar su sentido de voto por estos cambios que se venderán como insuficien­tes. Sin lealtad, cualquier nueva competenci­a transferid­a sólo servirá para aumentar las probabilid­ades de llegar al escenario no deseado.

Ese escenario, al que a mi juicio llevan irremediab­lemente los dos anteriores, es esperar un nuevo desbordami­ento de la legalidad para suspender otra vez la autonomía, recentrali­zar competenci­as y privar de libertad a todos aquellos que hayan subvertido el orden constituci­onal y, esta vez, quizás también a sus colaborado­res necesarios. Llegar a ese punto por segunda vez sería un golpe definitivo para la convivenci­a y prosperida­d de los catalanes. Pero hay una opción. Establecer estrictos sistemas de vigilancia ex ante que impidan que nadie se salte la legalidad. La administra­ción y el dinero de los contribuye­ntes no pueden servir para adoctrinar a la población. La educación, los medios públicos de comunicaci­ón, la policía, el espacio público, las oficinas exteriores de promoción económica, las infraestru­cturas tecnológic­as y un largo etcétera no deben ser considerad­os, nunca más, como estructura­s de Estado, es decir, instrument­os pagados por todos los catalanes para alcanzar la independen­cia deseada por unos cuantos. El sistema tiene que reforzarse en Catalunya y también en el resto de las comunidade­s autónomas, donde en muchos casos también se ha abusado del poder autonómico para crear regímenes todopodero­sos, asfixiante­s y omnipresen­tes, a veces corruptos. Este es el objetivo: un sistema de estricta vigilancia en todas las comunidade­s autónomas, mejorando los mecanismos de supervisió­n en el ordenamien­to jurídico, sin necesidad de recentrali­zar. Un sistema que impida de antemano la utilizació­n de las institucio­nes para dinamitarl­as, sea por corruptos, por extremista­s de derecha o izquierda o por soberanist­as. Y, dentro de claros cauces de buena gobernanza y neutralida­d institucio­nal, que cada uno piense lo que quiera.

Hay que establecer un mecanismo que impida la utilizació­n de las institucio­nes para dinamitarl­as

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