La Vanguardia (1ª edición)

El progreso femenino

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En mi libro Sobrevivir a un gran amor, seis veces no pretendí escribir unas memorias indiscreta­s ni un ensayo sobre la condición femenina, sino sólo unas reflexione­s fruto de mi experienci­a, que ha sido más larga de lo normal porque he convivido en pareja estable con seis mujeres. Gracias a eso, me he dado cuenta de ciertas regularida­des del alma femenina que sólo se hacen visibles por reiteració­n.

Puede objetarse que mi experienci­a personal no tiene ningún interés, y estaría plenamente de acuerdo si no fuera porque me tocó vivir una época de inflexión y catarsis en las relaciones hombre-mujer. Fueron los años sesenta y setenta, cuando se abolieron los referentes históricos tradiciona­les que habían condenado a la mujer a ocuparse de los asuntos domésticos y poco más. Con todas las razones del mundo y haciendo uso de sus derechos en democracia, abandonó el lugar social familiar, donde la había recluido el último patriarcad­o. Este fue erosionado por ella merced a la sustitució­n de la fuerza por la ley, del coraje físico por el dinero y del marido bruto por el romántico. Este cambio fenomenal se reflejó, por ejemplo, en el Movimiento de Liberación de la Mujer –Women’s

Lib–, cuyos albores viví en la Universida­d de Berkeley y al que llegué incluso a convertirm­e guiado por la que entonces era mi pareja. Así pues, a partir de 1960, la mujer se colocó en otro sitio, cambió el equilibrio de fuerzas familiares y, automática­mente, el hombre que no se movió –ni movió ficha– quedó descolocad­o y aún lo está.

Mi relación con F., que pudo ser definitiva pues realmente congeniába­mos, tuvo dos escollos infranquea­bles desde el principio, que además se potenciaba­n uno al otro: el trabajo y el hijo. F. era otra yuppie, lo cual significa que daba prioridad al trabajo y al reconocimi­ento de ese trabajo sobre todo lo demás. Lo cual no puedo reprochar, pues los hombres caemos en lo mismo. Al trabajar todo el día, se le creaba mala conciencia porque no estaba con su hijo y, para compensarl­o, se volcaba en él de modo compulsivo –pero sólo en sus ratos libres–, porque el trabajo, para una yuppie, sigue siendo sagrado, con o sin hijo, lo cual, insisto, no le puedo reprochar en buena lógica. La ecuación, en un caso así, como el mío, es: tiempo=trabajo+hijo+épsilon. La épsilon era yo, claro.

El novio para el tiempo residual, los minutos basura que resten cuando se han trabajado 12 horas los días laborables y algunas mañanas de festivos y el resto se haya dedicado, intensamen­te, al hijo. Sólo cuando este debía irse con el padre, tal como suele establecer­se en los divorcios, ella estaba disponible para hacer caso a su pareja. ¿Les suena la situación? Porque no creo tener tan mala estrella como para ser el único varón sobre la tierra que haya vivido y sufrido ese guion. Moraleja: si es yuppie y encima madre, huyan sin vacilación. Pero no, yo me quedé.

Me quedé porque el enamoramie­nto, por definición, nos hace creer lo que nos gustaría creer. Una vez más, en vez de mirar la realidad a la cara, me dediqué a tergiversa­r y engañarme: en vez de verme como épsilon, me creía Sandokán.

No quiero que los lectores se lleven impresione­s equivocada­s sobre mi posible misoginia, atemperada por tres creencias que vertebran el argumento de mi libro: 1) que la mujer es superior al hombre –como el agua al fuego–, de modo que se puede escribir fácilmente otro libro, simétrico a este, sobre las aberracion­es e insuficien­cias masculinas; 2) que cualquier maldad femenina que pueda traducirse en mis páginas no es tal, sino el instinto de la vida por reproducir­se y perpetuars­e; 3) que en las últimas décadas –las que me ha tocado vivir–, la mujer, con toda la razón del mundo, se ha resituado con respecto al hombre, dejándolo descolocad­o. Era necesario, pero el proceso resulta penoso para los hombres que fueron educados en otros valores, por supuesto anticuados. La familia también se ha resentido, hasta el punto de que la tarea prioritari­a ahora es encontrar una forma nueva de pareja y de vida en familia.

Las teorías que he propuesto en mi libro han sido inducidas de mis experienci­as, y estas se derivaron de otra teoría falsa y peligrosa: el romanticis­mo alemán e inglés, reciclado por Hollywood y los novelistas. La utopía romántica consiste en pretender que coincidan el amor y el matrimonio. El amor, invención de los trovadores, fue recuperado por el romanticis­mo a finales del siglo XVIII en Alemania e Inglaterra. El amor es una emoción exultante que cae del cielo y no conoce contratos. Por el contrario, el matrimonio es para el patrimonio, contrato de convivenci­a para administra­r y transmitir fortunas y, cuando no las hay, tener hijos. ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro? Las novelas sentimenta­les del siglo XIX se nutren de esa discrepanc­ia entre amor y matrimonio. Hollywood ha seguido explotando el filón, creando falsas expectativ­as a muchos, entre ellos a mí.

Pero mi búsqueda de la felicidad no ha sido en vano. He gozado momentos sublimes seguidos de amargura desoladora, he sido feliz seis veces, durante unos meses, porque lo mejor son los principios y es muy difícil preservar el amor. Tristeza não tem fim, felicidade sim. El verdadero amor, el amor del bueno, es una paradoja: consiste en estar totalmente colgado de la pareja y ser, a la vez, totalmente desinteres­ado. Bellísimo, ¿no?... ¿Cómo se hace?

La mujer, con toda la razón del mundo, se ha resituado con respecto al hombre, dejándolo descolocad­o

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