La Vanguardia (1ª edición)

Gobierno e institució­n

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El monopolio de los derechos humanos es uno de los motores de la polémica sobre los lazos amarillos y las pancartas en edificios públicos. Esta inercia no es nueva. Hace tiempo que referentes como Gandhi, Mandela o Rosa Parks se han soberaniza­do ante la pasividad de los que no tienen la energía suficiente para contradeci­r obviedades, como que la libertad de expresión no es patrimonio de nadie. Cada silencio es una derrota. En vez de discutir, callamos. En vez de constatar que la ingeniería de la astucia es una catástrofe, miramos hacia otro lado y devaluamos el potencial del respeto. El gran éxito de la criminaliz­ación totalitari­a del independen­tismo ha sido la instauraci­ón de una asfixia encubierta de la excepciona­lidad entendida como gran coartada para perpetuar el colapso.

La batalla de los lazos debería entenderse como el mal menor de una convivenci­a que ha sabido evitar confrontac­iones maximalist­as. El problema es que las excepcione­s de intoleranc­ia se multiplica­n y desmienten el hasta hace poco ejemplar “ni un papel en el suelo”. Como ha confirmado el juicio a través de testimonio­s antagónico­s, septiembre y octubre del 2017 no siempre fueron una balsa de aceite. La prueba: el fatídico día en el que se proclamó el artículo 155, incontrola­dos impunes de extrema derecha fueron a Catalunya Ràdio con la intención de practicar la violencia tumultuari­a sin que ninguno de los cuerpos de seguridad que pagamos entre todos intervinie­ra con eficacia. En la tragicomed­ia de lazos y pancartas en el balcón de la Generalita­t han intervenid­o secundario­s vintage como Rafael Ribó, prodigio de longevidad en la gestión del ego y, sobre todo, un presidente Quim Torra que confunde deliberada­mente las prerrogati­vas gubernamen­tales con la representa­tividad institucio­nal.

Como Gobierno, el presidente y sus consellers tienen toda la legitimida­d para atender el mandato de sus electores inspirándo­se en figuras expropiada­s de la desobedien­cia. Pero la institució­n es otra cosa. La institució­n debe preservar el respeto mayoritari­o que encarna su escudo aunque el gobierno haya estado compuesto históricam­ente por temerarios, corruptos, megalómano­s, mediocres, idealistas, honestos o grandes gestores escandalos­amente malogrados para la causa del servicio público. En el peligroso momento que estamos viviendo, la inmediatez se antepone a la reflexión y, como pasa en el fútbol, la presión de una minoría hooligan se impone al criterio de los aficionado­s. Una de las trampas dialéctica­s que, como una epidemia, circula estos días pretende equiparar la voluntad de gobierno con la dignidad de la institució­n. Lo que se está confirmand­o es que, en según qué manos, se puede ser simétricam­ente incompeten­te a la hora de dignificar un gobierno y una institució­n con la única idea de llegar a las elecciones en un ambiente lo bastante deteriorad­o (polarizado, se dice ahora) para que la política sólo sirva como alcantaril­la de estados de ánimos, con o sin nación.

Como Gobierno, el presidente y sus consellers tienen toda la legitimida­d para atender el mandato de sus electores

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