JACINDA ARDERN
La joven primera ministra de Nueva Zelanda se ha erigido en ejemplo de firmeza y empatía por su reacción al atentado islamófobo
mera hija en junio del año pasado –la segunda jefa de Gobierno en la historia, tras la fallecida Benazir Bhutto (Pakistán), en parir en el cargo–, a la que con sólo tres meses llevó a la Asamblea General de las Naciones Unidas. La revista Times la incluyó en el 2018 en su lista de las “100 personas más influyentes del mundo” y Forbes la considera la 29ª mujer más poderosa de la tierra.
Pero aunque el club de fans de Ardern crece cada vez que abre la boca y parece difícil que nadie supere su actuación en estos atribulados días, los problemas le acechan a la vuelta de la esquina. Sus detractores, que ahora mantienen un prudente silencio, la acusan de tener mucho estilo pero poca sustancia. La oposición critica que su proyecto estrella para acabar con la crisis de la vivienda ha quedado en agua de borrajas. Y le quedan pendientes conflictos con gremios como el de los conductores de autobús o el de enfermeros, que ya organizaron huelgas con gran seguimiento para pedir incrementos salariales.
Al ex primer ministro noruego, Jens Stoltenberg (ahora en la OTAN), le aplaudieron su actuación después de que otro supremacista blanco asesinara a 77 personas en el 2011. Dos años más tarde, ese aura se había desvanecido y era desalojado del cargo. A priori, todo apunta a que las perspectivas de Ardern son mucho más sólidas, pero deberá permanecer en guardia. Como dijo el periodista australiano Peter Fitzsimons resumiendo el pensar de muchos, “Ardern es inusualmente buena, una líder de su época, ideal para guiar a su país en esta catástrofe. Ojalá hubiera más líderes como ella en el mundo”.