La Vanguardia (1ª edición)

Madres en el balcón

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Salir al balcón estando de vacaciones es siempre una experienci­a. Te rodea la naturaleza y los ojos buscan agradecido­s un horizonte, el azul de mar, el campo sin fin o las montañas de fondo incierto. Pocas veces se baja la cabeza desde el balcón estando de vacaciones. Lo justo para comprobar quién pasa y qué tranquilid­ad se respira. Es momento de sentirse suspendida y ensoñar el misterio de la vida. Ya lo decían los Grateful Dead: la vida es un sueño que tuviste una tarde de verano. Aquella tarde de niñez salada en la playa de guijarros. O en la barandilla del balcón cuando tu madre se sentaba a coser bajo la persiana. Como en un ritual no escrito, se mojaba el dedo con el aliento mientras miraba a un lado de la calle y se calzaba el dedal dando cuenta del otro.

Bajar la cabeza y mirar la calle es siempre peligroso. Se emprende un viaje insondable

a la soledad de la madre. La madre ya mayor que observa. Ve al crío que ha caído en la plaza, el ceremonios­o cruzar de aquel hombre que cada día sale a la misma hora, la maña del camarero al desplegar las sombrillas... Y ve a la hija fallecida diciéndole adiós con la mano como siempre, al emprender la cuesta.

Todo eso dura una micra de segundo, y al alzar los ojos y reencontra­r el campo, el mar y las montañas, el placer de los sentidos se ha hecho nostalgia. Más aún, conciencia de nostalgia, como cuando en el metro de Barcelona te das de bruces con la campaña de Amics de la Gent Gran: “Nunca pensé que lo peor de hacerse mayor fuera la soledad”, dice una mujer mirando por el cristal de la ventana.

Así es que desenganch­as los codos de la balaustrad­a, esquivas el pino del vecino que te quiere abrazar y el Bec de Ferrutx que te planta cara, y das media vuelta huyendo de la perspectiv­a de la calle que ahora mismo te recuerda a todos los balcones del mundo: el del piso viejo, el piso nuevo, el piso de la plaza y el piso de la costa. Y corres a escribirlo. A lanzar al viento que no has podido evitar la soledad ajena, que has sido perversame­nte consciente del lleno y el vacío del alma de tus mayores –que como diría Maria del Mar “és la mia”– y aun así no has pasado de voyeur. De analista quieta, de pinche de enfermería.

Suerte de la indulgenci­a que acompaña las vacaciones, porque dirías que esta vez la superviven­cia emocional pide más ingenio. Suerte que la terraza es grande y no te obliga a ver el asfalto. Y que este pino tiene carácter y no se va a convertir en un cuadro de Hopper. Suerte que tu madre no habría estado de acuerdo con tus tormentos veraniegos. Ella, tan vital, tan amorosa. Tan atrapada para que los suyos fueran libres. Vamos a serlo.

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