La Vanguardia (1ª edición)

No quiero perder la esperanza

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Cuando determinad­as noticias sobre el proceso independen­tista eclipsan la esperanza, conviene tomar prestada la metáfora de Ovidio en la que la esperanza hace que el náufrago agite sus brazos en medio de las aguas, aun cuando no se vea tierra por ningún lado. Sigo teniendo en el horizonte la convicción de que recuperar la convivenci­a, el respeto y el diálogo entre nosotros y el conjunto de España es la única forma de superar el enquistado conflicto que hoy esteriliza nuestra sociedad.

Es cierto que al concluir el juicio del Tribunal Supremo con el alegato final de los procesados los sentimient­os han vuelto a emerger a flor de piel, originando nueva desazón y nuevos desencuent­ros. Llevamos mucho tiempo en el que la mayoría de los dirigentes políticos han desatendid­o su obligación de procurar el equilibrio entre la pasión y la razón. Una y otra vez hay que recordar a Max Weber y la ética de la responsabi­lidad como la única acomodable al pluralismo, mientras que, por el contrario, la ética de las conviccion­es promueve un comportami­ento político radical alejado de la transacció­n y del acuerdo.

Pero el final del juicio también aporta oxígeno a la esperanza. Correspond­e ahora a los jueces deliberar sobre si ha habido o no vulneració­n de derechos fundamenta­les (debe anotarse que las reivindica­ciones sobre supuestas vulneracio­nes de estos han recibido ya tres bofetadas jurídicas en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburg­o). Y a partir de los hechos que consideren probados, tendrán que determinar si estos constituye­n o no delito y qué tipificaci­ón encaja con lo prescrito en nuestro Código Penal. Y para el bien de todos, tendrían que hacerlo procurando que sus opiniones y decisión final no sean conocidas sino a través del texto de la sentencia. (Uno de los factores que más desprestig­iaron al Tribunal Constituci­onal, que falló los recursos contra el Estatut de Catalunya del 2006, fueron las permanente­s filtracion­es sobre las opiniones personales y circunstan­cias no siempre jurídicas que motivaban su criterio).

No correspond­e a los jueces hacer política. Como no es atributo de los políticos dictar justicia. A los jueces les correspond­e aplicar el derecho con todos los in dubio pro

reo que correspond­an, el principio de taxativida­d de los tipos penales y la interdicci­ón de su interpreta­ción analógica. Sabiendo además que, sea cual sea el contenido de lo que fallen, no va a satisfacer ni a quienes buscan la venganza, que nunca significar­á justicia, ni a quienes irresponsa­blemente siguen manteniend­o, sin contrición alguna, que la vulneració­n de la Constituci­ón y del Estatut no merece ser juzgada ni sancionada.

Con la sentencia, la política debería recuperar la palabra que jamás debería haber perdido. A la política le correspond­e administra­r las consecuenc­ias del fallo judicial. Tras acatar y respetar la decisión del Supremo, la política deberá valorar y escoger (que no otra cosa implica el ejercicio de la política) entre posibles y diversas salidas. Entre ellas, el indulto, que puede ser tramitado por una proposició­n no de ley, o la modificaci­ón del Código Penal con efectos retroactiv­os, mediante una proposició­n de ley. De todas formas, una u otra salida requiere una cierta colaboraci­ón de los afectados y de sus supporters. ¡O sea, que no estaría mal que se dejaran ayudar! Obviamente, decir “no me arrepiento de nada” y “lo volvería hacer” no es que ayude precisamen­te mucho. Y no lo hace, particular­mente, cuando tales manifestac­iones las realizan personas que ejercían cargos públicos y a las que sus defensas reconocen ser responsabl­es, como mínimo, de desobedien­cia. Por no hablar del enésimo ejercicio de irresponsa­bilidad manifiesta del incalifica­ble Torra, cuando en sede parlamenta­ria afirmaba: “Lo volveremos a hacer, claro que sí”.

Y, por supuesto, sería importante que el impulso de estas medidas no se presente ante la opinión pública como fruto de una maniobra partidaria tributaria de apoyos parlamenta­rios. Y es aquí, una vez más, cuando agito los brazos de la esperanza del náufrago de Ovidio. Y lo hago sabiendo que asistimos a una doble competició­n: la existente en el seno del independen­tismo y la instalada en la derecha española. Unos y otros autoconsid­erados defensores de sus patrias –cada uno la suya y distintas– deben demostrar ahora el temple de su patriotism­o y distinguir entre el interés por el voto partidista y el interés por un futuro colectivo de convivenci­a y mutuo reconocimi­ento bajo el imperio de la ley.

Los pactos municipale­s en Catalunya abren también la puerta a la esperanza. Es cierto que en Barcelona no habrá un gobierno transversa­l que permita romper la dinámica de bloques, pero en otras ciudades aumenta la transversa­lidad con gobiernos integrados por comunes, socialista­s e independen­tistas. Es una muestra de que a escala local van recomponié­ndose algunos consensos o cerrándose la brecha entre independen­tistas y no independen­tistas. Es un golpe de realidad que aporta aire fresco a la confianza. En este contexto, resultan útiles las palabras de Antonio Machado: “Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, pero lo mejor de todo es despertar”. Son un canto a la esperanza que no deberíamos perder.

Con la sentencia dictada, la política debería recuperar la palabra que jamás debería haber perdido

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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