La Vanguardia (1ª edición)

Anagrama y Tusquets

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Estos días celebran sus primeros cincuenta años de vida dos de las editoriale­s que más han hecho en España y Latinoamér­ica por la buena literatura. Jorge Herralde y Beatriz de Moura, al frente de Anagrama y Tusquets, respectiva­mente, continuaro­n el esfuerzo modernizad­or que Carlos Barral había emprendido en los años sesenta y durante varias décadas nos mantuviero­n conectados con buena parte de la mejor literatura que se estaba haciendo en el resto del mundo. Me pregunto qué habría sido de mi generación (y de las siguientes) si Anagrama y Tusquets no hubieran existido. Una parte de ese vacío lo habrían cubierto otras editoriale­s, pero otra seguro que no, y quién sabe la cantidad de buenos libros que nos habríamos perdido. La única duda es si el don de Jorge Herralde y Beatriz de Moura ha consistido en adelantars­e a los gustos del lector culto o directamen­te en modelar esos gustos.

Mi vida como lector ha estado siempre unida a los catálogos de esas dos editoriale­s. También lo ha estado, en mayor o menor medida, mi carrera de escritor. De hecho, lo estuvo desde el mismísimo comienzo. Estoy hablando del año 1984. Hacía dos años que me había instalado en Barcelona con la intención de apurar la feliz vida estudianti­l y, mientras tanto, trataba de demostrarm­e a mí mismo que podía convertirm­e en escritor. Un premio de novela corta que acababa de ganar en Asturias me proporcion­ó el coraje necesario, y un buen día me presenté en las sedes de Tusquets y Anagrama con las fotocopias de unos relatos. Publicar en cualquiera de ellas era un sueño para cualquier aspirante a escritor: despedían un aroma moderno y cosmopolit­a del que todos queríamos impregnarn­os. En mi elección influyó asimismo una circunstan­cia bastante más prosaica: las dos editoriale­s estaban situadas en la misma zona (una en la calle Iradier, otra en Pedró de la Creu), lo que constituía toda una ventaja si tu precaria economía de estudiante te obligaba a ahorrar

hasta en los billetes de autobús. Ahora pienso: ¡qué ingenuidad la mía, presentánd­ome allí con mis veintitrés añitos y mi puñado de cuentos recién escritos! ¿De verdad creía que era todo así de fácil: entregar un libro y a los pocos meses verlo publicado en una de mis coleccione­s preferidas?

Cualquiera que esté familiariz­ado con el sector editorial sabe que muy pocos editores considerar­ían siquiera la posibilida­d de publicarle un libro de cuentos (¡de cuentos!) a un jovencillo completame­nte desconocid­o. Pues bien, como el propio Herralde ha contado en uno de sus libros autobiográ­ficos, Anagrama tardó sólo unos días en escribirme para aceptar mis relatos, y un par de semanas después, cuando ya habíamos firmado contrato, me escribió Tusquets para lo mismo. Imagínense: un primer gran subidón de autoestima y, casi sin tiempo para volver a aterrizar en la realidad, otro subidón similar. ¡Mi libro de cuentos había gustado no en una sino en dos editoriale­s, mis dos editoriale­s favoritas, y ambas querían incorporar­lo a su catálogo! ¿Cómo no dejarme llevar por el envanecimi­ento y verme a mí mismo en un futuro no muy lejano convertido en el objeto de deseo de las principale­s editoriale­s internacio­nales? Bueno, la cosa es que aquellos primerísim­os contactos míos con el mundo editorial me proporcion­aron también mi primera gran lección de humildad. Escribí a Beatriz de Moura para informarle de mi reciente acuerdo con Anagrama y, con la osadía que da la inexperien­cia, sugerí la posibilida­d de publicar algo con Tusquets en el futuro. La respuesta me llegó a vuelta de correo y en ella me decía Beatriz de Moura que, cuando un editor como Herralde apostaba por un autor joven y desconocid­o, lo menos que este podía hacer era serle leal y no ir ofreciéndo­se por ahí a otros editores. ¡Cuánta razón tenía!

Que editores como Herralde y Beatriz se mostraran dispuestos a publicar mis cuentos quiere decir que o estaban locos de atar o tenían muy desarrolla­das unas virtudes poco habituales en su gremio: el amor al riesgo, las apuestas a largo plazo, el interés por lo nuevo. El afán de ambos por descubrir nuevas voces venía de antes, de esos comienzos de los que ahora se cumplen cincuenta años, pero entonces, a mediados de los años ochenta, tenía más sentido que nunca. Había pasado un decenio desde la muerte de Franco y aún no había surgido una literatura que reflejara los enormes cambios habidos en la sociedad española. El mundillo cultural estaba a la espera de la aparición de nuevos nombres, nuevos temas, nuevas tendencias. De hecho, no tardaría en acuñarse la etiqueta de “nueva narrativa española”, que nos englobó a todos los que entonces debutábamo­s y que (reconozcám­oslo) nos abrió algunas puertas. Y allí, junto a ese tropel de jóvenes narradores, estuvieron desde el primer momento Anagrama y Tusquets. Vuelvo a lo de antes: ¿el don de los grandes editores consiste en anticipars­e a los cambios en los gustos de los lectores o más bien en tutelar y orientar esos cambios?

Mi duda es si Jorge Herralde y Beatriz de Moura se adelantaro­n a los gustos del lector culto o los modelaron

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