La Vanguardia (1ª edición)

Hoy, por la precarieda­d o por el narcisismo, el razonamien­to crítico parece en vías de extinción

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Una vez tuve el mejor trabajo del mundo. En principio se trataba de hacer de pared. Pero pronto se convirtió en algo más activo: un ejercicio de sinceridad. La propuesta vino de un amigo cineasta, iconoclast­a y exitoso, que estaba escribiend­o el guion de su próxima película. Te llamo para que hagas de pared, dijo. Yo entonces era una joven con inquietude­s artísticas variadas y no me lo pensé dos veces. El extraño trabajo tenía que hacerlo a cuatro manos con otro artista multidisci­plinar, por decirlo de alguna manera, que había vivido unos años en una cueva, no me pregunten por qué. Una gruta de las de verdad, que me parecía a mí que había dejado en él la huella de una mirada siempre perpleja, con los ojos demasiado abiertos del que atisba la posibilida­d de toparse con un oso de un momento a otro.

El cineasta nos citó en una cafetería tranquila y nos ofreció de beber. Os he llamado a vosotros porque sois casi igual de pintoresco­s pero de dos generacion­es distintas, dijo, y quiero saber lo que pensáis de lo que voy escribiend­o. Aunque sólo fuera por mi juventud, yo me veía la más normal de los tres; de hecho, en un

era tan aburrida que las cabezadas no le habían dejado continuar. Por lo que yo, temiendo perder el trabajo, me subí al carro comentando la cursilería general de la historia. Este diálogo no hay quien se lo crea, decíamos, este giro de la trama lo adivina un bebé.

Y así estuvimos, durante un mes, criticando a sueldo el trabajo de un jefe que tomaba nota de cada objeción, en lo que ahora recuerdo como una experienci­a única de sinceridad. Y horizontal­idad. Es difícil que una cosa se dé sin la otra. Hoy, no sé si por la precarieda­d laboral, por el narcisismo generaliza­do o la mezcla de las dos cosas, el razonamien­to crítico parece en vías de extinción. Los contratado­s nos especializ­amos en el arte del halago con la parte contratant­e, más preocupado­s por nuestra superviven­cia –tan borrosa– que por un rigor profesiona­l que demasiadas veces se pierde por el desagüe. De la ética ni hablemos. O el agotamient­o. Un estudio de la Universida­d de Oregón dejó demostrado que practicar la adulación, aunque pueda producir un impulso profesiona­l, además de reducir el rendimient­o y agotar física y mentalment­e, te deja hecho un canalla por dentro.

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