La Vanguardia (1ª edición)

Referéndum­s, ¿democracia o demagogia?

-

Hace tiempo que quería reflexiona­r públicamen­te sobre la relación de los referéndum­s con la democracia. Si no lo he hecho antes era por el temor a que mis palabras se interpreta­ran en clave de política catalana y se redujeran al referéndum de autodeterm­inación. Sin embargo, mi progresiva preocupaci­ón por la salud de la democracia y la amenaza de quienes erigiéndos­e en representa­ntes del pueblo confrontan a este con las institucio­nes y con la ley me ha animado a superar mi contención y a compartir en esta tribuna algunas considerac­iones sobre los referéndum­s.

Confieso, de entrada, mi preocupaci­ón por la fiebre plebiscita­ria que diviso en el horizonte político y que tiene aval en el pasado más reciente. Y no me refiero tan sólo al ejercicio de la llamada democracia directa a nivel estatal. También en el ámbito local se divisan nubarrones dispuestos a descargar dosis de populismo en torno a la idea de que el referéndum es la perfección de la democracia. No seré yo quien contradiga a quienes opinen que el referéndum, tras el correspond­iente debate en las institucio­nes, puede ser un buen punto final de un proceso decisorio. Pero comparto sobre todo la posición de quienes estiman que, lejos de considerar­lo la panacea de la democracia, es a menudo un instrument­o de la demagogia.

Personajes como Trump, Farage, Le Pen, Salvini..., presentand­o la política como algo tremendame­nte simple, sostienen –y no es verdad– que la gran masa de la gente corriente sabe instintiva­mente qué es lo que hay que hacer. Se presenta el recurso a la voz del pueblo como la esencia de la democracia. Con este afán evocan incluso el ágora de Atenas como su suprema perfección (por cierto, Aristótele­s o Diógenes nunca pudieron participar porque jamás llegaron a cumplir con los estrictos criterios de ciudadanía). Disiento del parecer de los apóstoles del populismo, entre otras cosas porque en la mayoría de los casos el referéndum es la expresión del cínico ejercicio de hacer ver que mandan unos para seguir mandando los otros.

Cuando años atrás empezaron a manifestar­se los síntomas de la fiebre refrendari­a convocando consultas en el Reino Unido, Italia, Catalunya... o anunciándo­las en la propia ciudad de Barcelona, recuerdo una conversaci­ón que mantuve con el más alto ejecutivo de una compañía italiana. Expresaba su perplejida­d ante el fácil recurso de los políticos de transferir a la calle la responsabi­lidad de tomar decisiones desde las institucio­nes, más aún sobre cuestiones de una complejida­d técnica o política indiscutib­le. “A mí me pagan –decía– para elegir un buen equipo directivo y debatir y tomar con ellos la mejor decisión, no para convocar a los trabajador­es en asamblea y transferir­les nuestra responsabi­lidad cuando deba tomar una decisión”.

No iré tan lejos como el premier laborista británico Clement Attlee cuando decía que “el referéndum había sido con demasiada frecuencia el instrument­o del nazismo y del fascismo”, pero sí asumo consciente­mente que el referéndum simplifica problemas complejos y, por ello, se identifica plenamente con el populismo. Se quiere dar la impresión de que con él se pretende fortalecer la democracia, cuando en realidad puede debilitarl­a. Organizar un referéndum no significa necesariam­ente respetar al pueblo. Al contrario, la intención que a menudo lo motiva no es otra que manipular a la ciudadanía.

Por otra parte, el debate de un referéndum acostumbra a venir condiciona­do por el autor de la propuesta y las consecuenc­ias políticas que para él (o ella) pueda tener. Sin tener nada que ver con la propuesta que se plantea, no se da respuesta al contenido de la pregunta formulada (cuanto más compleja, más ignorada), sino que se responde en función del efecto político que su respuesta producirá. En el fondo, en muchos casos el referéndum no es el medio más idóneo para asociar directamen­te a los ciudadanos con grandes decisiones políticas si estas no van mediatizad­as por los cauces democrátic­os de debate y decisión que la democracia representa­tiva garantiza.

El politólogo italiano Giovanni Sartori acumulaba a las desventaja­s de la democracia refrendari­a la necesidad de insistir en la necesidad de un buen conocimien­to de los asuntos debatidos por parte del público, necesidad mucho mayor que en el caso de la democracia representa­tiva (donde son los representa­ntes quienes deciden). En este mismo sentido, opino que los referéndum­s son contrarios a la complejida­d de los problemas. De hecho, simplifica­n, comprimen y reducen la verdad, lo que acaba deformándo­la y falseándol­a. Es más, muy a menudo –especialme­nte cuando lo sometido a consulta es profundo y complicado– sucede lo mismo que con determinad­as propuestas electorale­s: se crean falsas esperanzas de solución y se acaba por provocar decepción. ¡Habrán leído a Shakespear­e y su Ricardo III: “Tú, promete, porque prometer no empobrece”! ¡Eso sí, lo que venga después ya será el pueblo quien lo pague!

Lejos de ser la panacea de la democracia, el referéndum es a menudo un instrument­o

de la demagogia

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain