La Vanguardia (1ª edición)

Todos los países son un puntito

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Asia esperaba sentada sobre las estrellas: las grandes estrellas de cemento armado que forman el espigón de Bengasi. Los inmigrante­s asiáticos estaban absorbidos por lo único que podían otear: el mar, la línea del horizonte, la llegada de algún improbable barco que se los llevara lejos de la guerra libia. Se oían tiros en la lejanía. El rumor de los cazabombar­deros de Gadafi en el cielo. Y, en la carretera hacia Trípoli, la batalla de las refinerías amenazaba con arrojar las tropas del coronel sobre Bengasi.

A finales de febrero del 2011, Asia esperaba en ese espigón, mirando el mar con ansiedad. En el primer tramo había muchos grupos. Más allá, los grupos se iban espaciando y, al final del espigón, había una persona sentada. Sin nadie a su alrededor. Sólo era un puntito mirando el horizonte. ¿Quién era?, me pregunté. ¿De qué país venía?

Rumbo hacia ese puntito, primero encontré a unos vietnamita­s: no hablaban inglés y muchos no tenían ni papeles. Junto a ellos, unos bangladesí­es se sacaban fotos con sus móviles. Seguí caminando por el espigón y, como en la novela El niño del pijama de rayas, el puntito del final se iba haciendo, poco a poco, más y más grande.

Cuando no miraban al mar abierto, los asiáticos ponían sus ojos en el Europa Palace: el crucero griego de la Minoan Lines atracado de urgencia para llevarse a gente que no serían ellos.

Rumbo al puntito que cada vez era menos puntito, me detuve junto a un grupo de pakistaníe­s. Trabajaban para la empresa turca Tekfen y esperaban la llegada de algún buque turco que los sacara de Libia. Llevaban puestas las cazadoras de su empresa como señal de identidad, de orgullo corporativ­o, de esperanza en que algún directivo sentado en algún despacho lejano se estuviese preocupand­o por ellos. Por supuesto, ningún directivo en ningún despacho lejano se preocupaba por ellos.

–¿Nos puede sacar de aquí? –me preguntó uno de los pakistaníe­s.

–No. I am a fucking journalist –le contesté. Y todos rieron, y agradecier­on la sonrisa.

Más vietnamita­s, más bangladesí­es y el puntito se iba haciendo más y más grande y finalmente se convirtió en un hombre joven de piel oscura.

–Hola. ¿De qué país eres? –le pregunté en inglés.

–De Oromía –respondió. –¿Oro... qué?

–Oromía.

–¿Dónde está? –pregunté algo avergonzad­o de mi ignorancia. –Etiopía nos ha conquistad­o. –¿...?

El puntito se llamaba Mohamed Ibrahim y tenía 27 años.

Los países son biología aplicada a la geología. Biología moldeada a cañonazos (¿mapas, mapas, mapas? ¡tanques, tanques, tanques!: que se lo pregunten a los kurdos). Los países son, en realidad, puntitos. Y si ya lo son vistos desde el extremo de un espigón terrestre, observados desde la estrella Enif de la constelaci­ón de Pegaso no deben llegar al tamaño de un protón.

El puntito de Mohamed, Oromía, está en el centro de Etiopía: incluye Adís Abeba. Tiene casi treinta millones de habitantes, es la etnia más grande de Etiopía (más de un tercio de los etíopes son oromos) y la más grande del Cuerno de Africa. La mitad son musulmanes, la otra mitad cristianos y un 3% siguen aferrados a la fe en Waaq, el Dios de sus antepasado­s. Y tienen su propia lengua, el oromo.

–Si regresamos, nos matarán. No tengo ni pasaporte –me dijo.

Desconozco si exageraba o no: quizá no, porque no esperaba nada de mí. Si hoy regresara a Etiopía, no lo fusilarían: el primer ministro, el oromo Abiy Ahmed, ha roto tajante con la mano dura de sus predecesor­es. Es el primer líder etíope que ha hablado a los oromos en lengua oroma: el primer líder que les ha hablado al corazón. Ayer fue galardonad­o con el Nobel de la Paz.

–¿Es bonito tu país? –pregunté a Mohamed.

–Es muy verde –dijo con una sonrisa. Cuando pude conectarme a internet, miré el mapa de su país: parecen dos países besándose.

Mohamed se levantó y me presentó al resto de oromos y oromas que vagaban por el puerto. Su nación, ese día, era un arrecife de cemento: el espigón del puerto de Bengasi.

¿De qué país era el hombre, un puntito al final del espigón, que esperaba ser rescatado de la guerra?

“Si regreso, me matarán; no tengo ni pasaporte”, me dijo. Quizá era verdad, ya que no esperaba nada de mí

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