La Vanguardia (1ª edición)

El maravillos­o mundo de la política

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Luis Mazzantini Eguía (Elgoibar, 1856), hijo de un ingeniero italiano y de madre vasca, vivió y cursó estudios en Italia, done obtuvo el grado de bachiller en Artes. Regresó a España en busca del oropel que creía merecer. Intentó ser cantante y se decidió, ya en edad tardía, por dedicarse al toreo –perdónenle la ocurrencia–. Debido a su personalid­ad de amplias tonalidade­s y culta distinción, en la profesión, por lo general ruda e iletrada, le empezaron a llamar Don Luis. Fue una gran figura. Tal como planeó: se hizo rico y famoso.

Don Luis, elegante y con maneras, frecuentab­a la ópera, las tertulias artísticas y la alta sociedad. El vulgo le achacó su porte europeo y su falta de casticismo. Tuvo un gran éxito entre las señoras más distinguid­as de su época. De su idilio con Sarah Bernhardt se desconoce si alguno de sus lances amatorios ocurrieron en el ataúd donde por costumbre dormía la gran trágica. A principios del siglo XX abandonó el asunto de las estocadas. Quizá porque fue un adelantado y un precursor del buenismo; el animalismo. O porque la escabechin­a de bóvidos no acababa de convencerl­o. O porque –como se dice ahora– no se sintiera realizado. ¿Se le acabó el valor? O... ¡Que pasen los psicólogos!

Al grano: Luis Mazzantini debió de ser un echaopalan­te sinvergonz­ón, que cuando colgó el traje de luces se introdujo de lleno en el apasionant­e universo de la política. Otro “corral de cuernos”, según el soneto de Quevedo. Monárquico. Liberal. Fue concejal del Ayuntamien­to de Madrid, teniente de alcalde, miembro de la Diputación Provincial y gobernador civil de Guadalajar­a y Ávila. Comisario jefe de policía..., un carrerón. Cuando le preguntaba­n, y sucedía a menudo, cómo había llegado a político habiendo sido poco antes una brillante figura del toreo, el gran Mazzantini, entre avergonzad­o y macarrilla, respondía: “Degenerand­o, degenerand­o”. Un hombre lúcido este Don Luis. De vivir hoy, escribiría el gerundio con mayúsculas. El marco ha cambiado, también el paisaje, pero el estereotip­o del político es el mismo. O parecido. Alguien que piensa en sí mismo y que hace creer a los demás que todo lo hace por ellos. Un revendedor de mensajes. De egos. Alguien que incluso pensó en ser honrado pero a quien las circunstan­cias y las conviccion­es se lo impidieron. ¿Y cómo se llega a ello? El tal Mazzantini lo tenía claro: “Degenerand­o, degenerand­o”.

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