La Vanguardia (1ª edición)

El origen de casi todo

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Hace un par de años conmemoráb­amos el primer centenario de la revolución rusa y ahora le toca el turno a los treinta años que han pasado desde la caída del muro de Berlín, que puso punto final al comunismo. Eso, poco más de setenta años, fue lo que duró el experiment­o comunista. El gran Manuel Chaves Nogales contó la revolución a través de la peripecia de un bailarín de flamenco en El maestro Juan Martínez que estaba allí, un libro que no se reeditó hasta 1992. El comunismo duró más o menos lo que tardó Chaves en llegar a la segunda edición de su libro. Bien poco, la verdad.

No recuerdo que en los años ochenta hubiera voces que vaticinara­n el inminente desmoronam­iento del bloque del Este y la consiguien­te liquidació­n del comunismo. Por el contrario, lo que recuerdo es una sensación generaliza­da de sorpresa. ¿De verdad varios miles de ciudadanos se habían congregado ante los puntos de control de Berlín Oriental y los militares que vigilaban la frontera, en vez de despacharl­os con las previsible­s ráfagas de metralleta, les habían dejado pasar al otro lado? ¿Y de verdad ese episodio iba a desencaden­ar un efecto dominó que en muy poco tiempo provocaría la implosión de la mismísima Unión Soviética? Con el fin de la guerra fría, sintagmas como telón de acero o Pacto de Varsovia que nos habían acompañado durante toda la vida pasaron, de la noche a la mañana, a tener un aroma inconfundi­blemente vintage. Sabíamos que el mundo había cambiado definitiva­mente, pero no sabíamos en qué medida nos afectaría ese cambio. Y ni siquiera sabíamos si nos afectaría: si la llegada del ser humano a la Luna veinte años antes no había alterado nuestro modo de vida, ¿por qué iba a alterarlo la caída del Muro, que en comparació­n parecía un acontecimi­ento menos trascenden­te?

Puestos a profetizar, resulta más sencillo profetizar el pasado que el futuro. Parece que sobre los motivos que llevaron al bloque soviético al colapso hay bastante consenso entre los especialis­tas. En un dossier reciente publicado por la revista Letras Libres, el historiado­r de origen húngaro Victor Sebestyen cita como principale­s razones la guerra de Afganistán, la deuda exterior y la caída del precio del petróleo. Tres factores más bien circunstan­ciales bastaron para que saltara por los aires el más importante proyecto de emancipaci­ón de la clase obrera, que era a la vez un sistema filosófico al que habían consagrado su talento y su esfuerzo muchos de los mejores cerebros del siglo XX. Pero es que, como esos muebles venerables que al menor contacto quedan reducidos a polvo, aquel era un mundo corroído por la carcoma de sus propias contradicc­iones. Ni siquiera servía para protegerlo el tradiciona­l mecanismo de defensa de las dictaduras. Es decir, la represión. A mediados de los ochenta, la sociedad de la RDA estaba sometida a una intervenci­ón policial propia del cine de ciencia ficción: había un agente o informante de la policía política (la Stasi) por cada sesenta y tres ciudadanos. Una proporción verdaderam­ente fabulosa, y ya sabemos de qué poco le valió.

Cuando nos llegaron las primeras noticias de la caída del Muro, no nos dimos cuenta, pero aquello era el origen de casi todo lo que vendría después. Aunque a trancas y barrancas, la candorosa idea de un mundo regido por la armonía universal del Imagine de John Lennon se abría camino pese a que las guerras de la antigua Yugoslavia se empeñaban en desmentirl­a a cada momento. ¿Cómo cantar eso de “imagina que no hay países, nada por lo que matar o morir” cuando los telediario­s no paraban de mostrar a tantos hombres y mujeres que precisamen­te mataban y morían por sus países? Pese a todo, los noventa fueron años de bonanza económica y, mientras las cosas fueran bien, nadie echaría de menos el contrapeso que tradiciona­lmente había tenido el capitalism­o occidental al otro lado del Muro. El siglo XXI se encargó de fulminar esas ensoñacion­es. El ataque contra las Torres Gemelas y la crisis económica del 2008 acabaron con todo atisbo de confianza en el porvenir. Algunos países que habían escapado a la órbita soviética empezaron a añorar esos años lentos y aburridos del comunismo, en los que, sin embargo, todos tenían cama y comida. Entre tanto, las viejas pulsiones autoritari­as reverdecía­n en compañía de su cohorte habitual: la sensación de agravio, el nacionalis­mo, la xenofobia. Que los países con menos población extranjera sean los que más ferozmente claman contra la inmigració­n da una idea de lo desquiciad­o que se ha vuelto este mundo nuestro. Lo peor de todo es que el autoritari­smo y la xenofobia suelen ser contagioso­s y que estoy hablando de un fenómeno que no se está produciend­o en un satélite lejano sino aquí mismo, en plena Unión Europea. Si la llegada del hombre a la Luna no cambió nuestras vidas, parece seguro que la caída del Muro lo ha hecho y lo seguirá haciendo.

La caída del Muro parecía un acontecimi­ento menos trascenden­te que la llegada

del ser humano a la Luna

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