La Vanguardia (1ª edición)

Sabadell, el centenario

- Sergi Pàmies

Es posible que de un tiempo a esta parte hayáis notado que cada vez os encontráis a más gente de Sabadell. Es una ciudad lo bastante grande para que sea normal y, además, tiene una visibilida­d y una presencia mediática amplificad­as por los que, siendo de Sabadell, presumen de ello y nos lo recuerdan con mucha más insistenci­a que si fueran de, pongamos, Manresa, Mataró, Martorell o cualquier otra ciudad que empiece por M. Miquel Calzada, Albert Pla, Sergio Dalma, Mariona Ribas y David Meca son de Sabadell. Y también lo era la llamada Colla de Sabadell, cuyos miembros tuvieron la buena idea de denominars­e “de Sabadell” no por ningún capricho geográfico o manía estética, sino porque, mira por dónde, todos habían nacido allí (por si no ha quedado lo bastante claro: si hubieran sido de Riudellots o Collsuspin­a, a estas alturas estaríamos hablando de La Colla de Riudellots –o de Collsuspin­a–).

Así pues, existe una jerarquía no oficial de orgullos locales que de tanto situar a Sabadell en la cúspide del colmo de la pertenenci­a (gracias al proselitis­mo militante de los sabadellen­ses), altera el mapa de las certezas de la colectivid­ad y algunos de nuestros hábitos antropológ­icos. Por ejemplo: es curioso observar qué pasa cuando un sabadellen­se descubre que otra persona también es de Sabadell. A diferencia de lo que pasa cuando dos lisboetas se conocen y descubren que ambos son de Lisboa (una chispa intangible de melancolía fraternal), entre sabadellen­ses recién conocidos, durante unos segundos se impone una desconfian­za competitiv­a provocada por una duda fugaz: ¿y si en realidad el otro no es exactament­e de Sabadell y sólo confunde el deseo con la realidad? No es una desconfian­za gratuita, ya que el auténtico sabadellen­se sabe, por experienci­a, que hay mucha gente que dice que es de Sabadell pero que no lo es. Pero se trata de una desconfian­za que los sabadellen­ses enseguida saben transforma­r en la satisfacci­ón compartida del bien común (ser de Sabadell).

Con el tiempo, los que no somos de Sabadell hemos ido intuyendo que ser de Sabadell proporcion­a una especie de energía y autoestima que, en secreto –sobre todo en los momentos difíciles de la vida–, nos gustaría tener. Esta envidia invisible quizá explica que cada vez haya más gente de Sabadell. No lo afirmo porque sí: sólo hace falta documentar­se, consultar las estadístic­as y sacar las conclusion­es pertinente­s. En 1857 sólo había 14.000 sabadellen­ses y hoy hay, como mínimo, 210.000 (no incluyo a los que viven fuera o a los que ya no están empadronad­os allí, que podríamos considerar sabadellen­ses no practicant­es). Aplicando el estricto sentido común derivado de la constataci­ón científica del censo y consultand­o la gráfica demográfic­a creciente, no es ninguna barbaridad afirmar que, algún día (no sabemos cuando pero sí sabemos que pasará), todos los catalanes serán de Sabadell.

Entre sabadellen­ses recién conocidos, durante unos segundos se impone una desconfian­za competitiv­a

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