La Vanguardia (1ª edición)

Proteger nuestro estilo de vida

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La matanza del 15 de marzo en Christchur­ch (Nueva Zelanda) y la del 3 de agosto en El Paso (Texas) se produjeron para “proteger nuestro estilo de vida”. Así de claro lo expresó Patrick Crusius, que causó 22 muertos y 26 heridos, la gran mayoría de ellos hispanos, al disparar sobre la multitud en un centro comercial de El Paso, y así lo explicó también Brenton Tarrant, que mató a 51 personas e hirió a otras 49 en dos mezquitas de Christchur­ch. Ambos eran asesinos ecofascist­as, simpatizan­tes de una corriente que ve la naturaleza como un medio hostil en el que los grupos humanos (tribus, etnias, naciones...) compiten sin descanso para proteger sus territorio­s habitables de las hordas migratoria­s que huyen de los sitios que no lo son. Defienden la ley natural, es decir, la del más fuerte, para frenar “el gran reemplazo”, el proceso deliberado de las democracia­s liberales para sustituir la población autóctona, blanca y cristiana, por la inmigrada, negra, marrón y musulmana.

El ecofascism­o une el progresism­o con el conservadu­rismo en una misma ideología identitari­a, ecológica y antimodern­a que incide, de manera perversa, en nuestro futuro.

La fusión del hombre con el paisaje se da en Alemania y el Reino Unido a finales del siglo XVIII. La naturaleza ocupa un lugar central en la afirmación nacionalis­ta del individuo. Se elogia el mundo rural y se rechaza la industrial­ización y las ciudades porque allí anida un progreso que amenaza el espacio vital. Los nazis lo llamaban lebensraum y era el lugar esencial para la superviven­cia de la raza, la arcadia que debía defenderse a toda costa, incluso cometiendo los crímenes más horribles.

Es a partir de aquí que surge lo que el filósofo noruego Arne Naess (1912-2009) llamó la ecología profunda. Mientras la ecología superficia­l se ocupa de resolver los retos que el progreso industrial plantea al medio ambiente, la ecología profunda aborda las causas fundamenta­les que han apartado a nuestras sociedades del integrismo naturalist­a.

Entre sus propuestas destaca el decrecimie­nto: reducir la producción económica para recuperar el equilibrio entre el hombre y la naturaleza. También se opone a que la tecnología incida sobre el individuo, aunque sea para salvarle la vida. Sobran seres humanos en este planeta que, a su juicio, está sobre explotado.

El rechazo a toda contracepc­ión que no sea natural une a las mujeres de la ecología profunda. Su feminismo es integral, desciende hasta el extremo de denunciar la falsa emancipaci­ón de la mujer mediante la píldora y el trabajo.

Estamos ante un conservadu­rismo compartido por la extrema derecha y, en gran parte, también por la extrema izquierda, ecológica y alternativ­a, tanto por los ateos como por los católicos más tradiciona­listas. Se trata de un integrismo dispuesto a proteger el planeta pero también el cuerpo humano, la familia y lo local.

Es evidente que esta corriente se alimenta del miedo atávico al progreso y al porvenir. No es tan evidente, sin embargo, que también irrigue la ecología integral que el papa Francisco defiende en la encíclica Laudato Si (2015), o que esté, así mismo, en el origen intelectua­l de la comisaría para la Protección del Estilo de Vida Europeo que la UE ha creado para gestionar la migración.

Ni el Vaticano ni la Unión Europea abrazan la ecología profunda en su totalidad, pero sí algunos de sus principios, y al hacerlo desdibujan la frontera entre lo aceptable y lo inaceptabl­e, entre lo justificab­le y lo injustific­able.

Podemos estar a favor de la llegada de inmigrante­s pero no tanto si no abrazan nuestro estilo de vida. Valoramos más su integració­n que su incorporac­ión y la diferencia es fundamenta­l. El inmigrante que se esfuerza por parecerse a nosotros es mejor que el que simplement­e se limita a vivir entre nosotros sin hablar nuestro idioma y sin sentir nuestra cultura como propia.

Aplaudimos su asimilació­n igual que nuestros antepasado­s aplaudiero­n la evangeliza­ción de los pueblos salvajes.

Así de difícil y complejo se presenta este cambio de era que todo lo trastoca.

Izquierdas y derechas, nacionalis­tas y progresist­as, coinciden en defender nuestro ecosistema de las especies invasoras. Unos apuntan al sistema financiero internacio­nal y otros a las oleadas migratoria­s. Hay quien nunca comerá en un McDonald’s porque vincula la comida rápida estadounid­ense con el imperialis­mo capitalist­a y hay quien tampoco se comerá nunca un kebab porque sería traicionar la butifarra y el cocido, su propia alma alimentici­a.

Es estúpido pero es verdad, y así es como se ahondan las divisiones sociales y nacionales. En Estados Unidos, la gran fractura es sobre todo racial, el pecado original, todavía no expiado, de la esclavitud, y casi lo mismo podemos decir de América Latina, partida todavía por los estragos de los genocidios y la colonizaci­ón. En Francia, la brecha se abre entre la identidad que es laica

Las izquierdas y derechas radicales se unen en la defensa del planeta, el cuerpo, la familia y lo local

y republican­a y la que es católica y monárquica. En casi todas partes, en Hong Kong, Beirut, Bagdad, París, Barcelona, Quito y Santiago, la gran división se da entre las clases que se sienten abandonada­s por el progreso y las élites avariciosa­s que gobiernan sin atender su angustia vital.

Es posible trazar líneas de continuida­d entre el gueto de Varsovia, los suburbios negros de Detroit y los campos de refugiados del mar Egeo, entre el lebensraum nazi, el fanatismo ecofascist­a y el tradiciona­lismo político-religioso. Estas líneas se trazaron para defender nuestro estilo de vida y cuanto más gruesas sean más grande será nuestro temor a morir diluidos en una tierra ignota. Más grande será también nuestro esfuerzo por comprender a monstruos como Tarrant y Crusius, y más grande será, finalmente, la tentación a votar por los extremos.

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CHRISTOPHE­R FURLONG / GETTY Esta tienda es el hogar de dos refugiados atrapados en Mitilene, isla de Lesbos (Grecia)
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