La Vanguardia (1ª edición)

JULI BRISKMAN

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dad de mensajes de apoyo. También muchos de odio y críticas. “Hubo gente que me decía que debería respetar al presidente, que aunque no me guste lo que hace, no debería mostrar ese desprecio. Discrepo. Creo que la Constituci­ón me ofrece ese privilegio”, defendió el año pasado en una entrevista con el Washington Post.

Poco después de ser despedida, Briskman consiguió otro trabajo. Su batalla legal con su antigua empresa prosperó a medias. La justicia no reconoció como improceden­te su despido –ella alegó que habían violado su libertad de expresión y que en las redes no se identifica­ba como trabajador­a de Akima– pero sí elevó la pequeña indemnizac­ión que la compañía tuvo que darle.

En el 2018, Briskman trabajó como voluntaria para la campaña de Jennifer Wexton, una de las tres candidatas demócratas de Virginia que arrebataro­n a los republican­os otros tantos escaños del Congreso. Este año fue su turno. Cuando le ofrecieron presentars­e al gobierno local no se lo pensó. “Quizás me conozcáis como la mujer que sacó el dedo a la caravana presidenci­al. Aunque haya sido la muestra más pública de mis opiniones y mi activismo, llevo 20 años muy implicada en los asuntos de la comunidad del condado de Loundoun”, explicó al lanzar su candidatur­a.

Su campaña llamó a 15.000 puertas. “Exige mucho aguante presentars­e a un cargo público”, dijo a AFP Briskman, una mujer acostumbra­da a correr maratones y ultramarat­ones. Ganó. “¿No es una dulce victoria?”, se regodeó al anunciar su triunfo, con un 53% de los votos. Que el campo de golf del presidente esté dentro de los límites del condado que ahora ella representa le produce, admite, “un pequeño gozo”.

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