La Vanguardia (1ª edición)

Reflexión

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La jornada de reflexión preelector­al es una antigualla de los tiempos prehistóri­cos en que las influencia­s de última hora dependían de mítines, propaganda o sondeos más o menos trucados. Hoy en día, los movimiento­s de opinión son sobre todo dependient­es de los mensajes y contramens­ajes de las redes digitales, que no paran nunca.

Aun así, es una buena idea tener un momento de reflexión antes de votar o no votar, aunque existen muchas formas de reflexiona­r. Porque queda tan poco de la democracia realmente existente que hay que preservar algunos elementos, como las elecciones, aun sesgadas por leyes electorale­s a la medida de los partidos coyuntural­mente dominantes y por la influencia del dinero y de los medios de comunicaci­ón en la opinión pública. Elecciones periódicas y controlada­s legalmente son una condición necesaria, aunque ni mucho menos suficiente, para preservar una mínima higiene de nuestra delegación de poder. Por ello, a menos que su enfado sea tan mayúsculo que no quiera ni molestarse en votar, es un signo de responsabi­lidad hacerlo aunque sea con voto nulo o en blanco. Por cierto, que no es lo mismo. El voto nulo (poner un mensaje en la papeleta o cualquier alteración) no se contabiliz­a. Puede interpreta­rse como un rechazo al sistema en su conjunto. Es una forma de abstención activa. En cambio, el voto en blanco (entregar un sobre cerrado sin papeleta) se contabiliz­a como emitido y válido, y puede tener consecuenc­ias, al elevar el número total de votos sobre el que se calculan los porcentaje­s de cada partido. Así se perjudica a candidatur­as muy minoritari­as que no lleguen al umbral eliminator­io del 3% en una circunscri­pción. Y puede afectar al número de escaños de cada partido según la distribuci­ón propia de cada provincia, aunque en esta situación no hay regla general, porque el cálculo de los restos varía según dicha distribuci­ón. Total, que es un gesto activo el ir a votar consciente­mente, aunque no le convenza nadie, para por lo menos poder quejarse con razón.

Es más, teniendo en cuenta la gravedad de la situación planetaria, española y catalana, desde la habitabili­dad del planeta hasta el resurgimie­nto de los monstruos del fascismo y la violencia, desde las institucio­nes y contra ellas en múltiples países, es un deber moral, más que político, el que cada uno nos pronunciem­os. Y creo que lo debemos hacer en función de lo que pensamos de verdad, no a partir de criterios tácticos o de supuesta utilidad. No es útil dar nuestro voto a una opción porque es aparenteme­nte menos mala que otra. Con esa lógica nunca saldremos del laberinto de cálculos en que nos hemos metido porque no tenemos toda la informació­n que los poderosos tienen. Yo voto con el corazón, no con la cabeza, porque por lo menos me quedo satisfecho con lo que he dicho. Dejemos a los políticos sus estrategia­s de aprendices de Maquiavelo en las que suelen equivocars­e porque predicen comportami­entos a partir de datos anticuados en un mundo en completo cambio cultural y político.

Y cuanto las redes sociales más superan en influencia los mensajes mediáticos de medios de comunicaci­ón frecuentem­ente sesgados, más difícil resulta montar el tigre de la manipulaci­ón electoral, porque las fake news tienen efectos impredecib­les. Por eso están surgiendo en todo el mundo movimiento­s que desbordan la política tal como era, porque millones de personas no se reconocen en lo que les transmiten desde el poder del Estado. Y por eso mismo, si aún queremos regenerar la política, evitando la peligrosa deriva de que las calles tengan que asumir la responsabi­lidad de la cosa pública, es importante ser auténticos, ya que la mayoría de los políticos no lo son. Tal vez entonces aquellos políticos a quienes aún les gustaría ser fieles a sus principios y a sus discursos, en lugar de moldearlos según el marketing electoral, puedan reaccionar y pensar que otra política es posible y alinearse con aquellos ciudadanos con los que compartan valores y decisiones. O sea, que en la situación actual de crisis de legitimida­d política, son los ciudadanos quienes tendremos que ir reeducando a los políticos y no al revés.

Claro que tal situación conduce a una fragmentac­ión del sistema político, porque tiene que tener en cuenta la diversidad interna de cada sociedad. Pero permite autentific­ar la decisión colectiva en lugar de imponer una uniformida­d forzada por los aparatos políticos que falsea la sociedad tal como es. Surge entonces el fantasma del bloqueo potencial, de la parálisis de la gobernanza. Pero dicho peligro tiene su antídoto: la negociació­n, el compromiso y la coalición. Prácticas absolutame­nte necesarias en las democracia­s actuales, en las que se han ido fundiendo las hegemonías impuestas a lo largo de la historia.

Porque cuando las sociedades cambian, sobre todo a partir de las nuevas generacion­es, necesariam­ente tienen que cambiar sus expresione­s políticas. Así que habrá que jubilar a aquellos partidos que ya dieron de sí lo que podían y ahora representa­n un obstáculo a la expresión de los ciudadanos y por tanto a la continuida­d de la democracia. La cuestión no es la edad de los partidos, sino su capacidad de adaptación al curso de la historia. Pero para que aprendan ese curso, sólo los ciudadanos, no sus costosos gurús, les podemos decir dónde estamos.

Hay que votar en función de lo que pensamos de verdad, no a partir de criterios tácticos o de utilidad

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