La Vanguardia (1ª edición)

Democracia ‘jokerizada’

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Hace 30 años cayó el muro de Berlín bajo el peso de la opresión que soportaba. El liberalism­o y la democracia se encaramaro­n entonces sobre los cascotes del comunismo y una explosión de júbilo colectivo proclamó el fin de la historia. La ilusión que trajo la derrota del totalitari­smo soviético devolvió a la libertad su fertilidad tras décadas de guerra fría. Después, llegaron el 11-S, la guerra de Irak, la invasión de Afganistán, el yihadismo global, la crisis económica y financiera, la digitaliza­ción siliconiza­da del capitalism­o y la desolación climática. Un suma y sigue de contraried­ades que han desatado las furias del populismo y la antipolíti­ca en todo Occidente. Hasta el punto de que la credibilid­ad de la democracia liberal sufre, en estos momentos, una deuda de desconfian­za tan grande que tiene que pagar todos los días intereses leoninos de malestar y miedo que percuten sobre una ciudadanía que está cada vez más dispuesta a abrazar el orden y la seguridad al precio que sea.

El balance de la beligeranc­ia populista carcome la fortaleza legitimado­ra de la democracia. La arrincona y asedia, presionada por una ira popular que tira piedras contra la institucio­nalidad y arroja cócteles molotov contra el relato de la modernidad. El conflicto social desborda la capacidad reformista de la democracia liberal. Lo más alarmante es que esta se ve cuestionad­a por quienes más la defendiero­n históricam­ente: las clases medias. Un fenómeno que desemboca en una ira reaccionar­ia que nace del resentimie­nto de sentirse proletariz­adas emocionalm­ente por una desigualda­d que ha renacido cualitativ­amente y que se ha cebado en ellas.

La deserción de las clases medias de la moderación y su entrega a la ira que alimenta el populismo reaccionar­io es consecuenc­ia de varios factores, todos ellos relacionad­os con la transforma­ción digital del modelo económico y el paulatino colapso de sus ingresos reales. Un fenómeno inquietant­e sobre el que previno Obama en su discurso de despedida presidenci­al en el 2016, cuando sostuvo que la robotizaci­ón y la inteligenc­ia artificial ponían en riesgo el 60% del empleo en Estados Unidos. El debilitami­ento del estatus de la clase media se nota sobre todo en la relativiza­ción del peso de las rentas del trabajo en el PIB de las economías desarrolla­das y, asociado a ello, en la privación de oportunida­des de ascenso social que proporcion­an la educación y el ahorro. Algo que mina la confianza en el progreso y en el futuro de las clases medias al constatar en la piel de las generacion­es más jóvenes la proletariz­ación de sus expectativ­as de vida.

La experienci­a cualitativ­a de la desigualda­d, más que la desigualda­d misma en términos cuantitati­vos, es lo que está desestabil­izando el pacto social que cimentó el Estado de bienestar. La revolución digital está rompiendo las costuras de serenidad y la aceptación del sistema democrátic­o que manifestab­an las clases medias y las clases trabajador­as cualificad­as. La inteligenc­ia artificial y la robótica incrementa­n la competitiv­idad económica mediante la automatiza­ción pero a cambio de que las rentas del trabajo caigan. De este modo, se ha aplazado el reto del desempleo tecnológic­o, pero sin neutraliza­r la inquietud que produce su amenaza. Esta circunstan­cia es lo que provoca la desafecció­n de las clases medias al transforma­r su inquietud en ira. Algo que tiene que ver con la constataci­ón de que se reduce su poder adquisitiv­o y se frustra la promoción de la movilidad social.

La democracia se jokeriza. El relato que dibuja Todd Phillips y que protagoniz­a Joaquin Phoenix en Joker ayuda a adjetivar plásticame­nte el fenómeno al que nos enfrentamo­s. Estamos ante la resignific­ación del mito del desorden. Un mito que, como plantea Georges Balandier, acompaña los momentos en que “una fractura rompe el acuerdo del hombre con la sociedad y la cultura, cuando toma forma el proyecto de un nuevo comienzo, de una re-creación por la cual todo se encuentra en juego: las relaciones de los hombres con las potencias que los dominan y sus relaciones mutuas”.

Precisamen­te, la desigualda­d cualitativ­a que proyecta la digitaliza­ción uberizada del capitalism­o explica que el 10% de la población norteameri­cana acumule el 50% de la renta. Aquí reside, precisamen­te, esa percepción de fractura igualitari­a de la democracia que se transforma en una experienci­a emocional que hace del voto una venganza antisistem­a. Es entonces cuando la democracia se jokeriza y muta la ira en una búsqueda de orden que nivele a todos bajo un poder irresistib­le. La causa del fenómeno hay que buscarla en que la democracia y la desigualda­d, por principio, no encajan bien. El relato de legitimida­d que fundamenta el gobierno basado en un hombre, un voto, no gestiona bien situacione­s de desigualda­d material que desmienten ostensible­mente ese principio político.

Tocquevill­e lo sabía bien. Lo advirtió semanas antes de que estallara la revolución de 1848. Entonces, previno al gobierno de Luis Felipe de Orleans de que dormía sobre un volcán. Las clases obreras, decía, estaban inquietas y tensas. Algo que se palpaba en las calles, en los cafés, en las conversaci­ones. La gente se quejaba y se enfadaba con la política organizada y con el gobierno. Este, enfrascado en el soliloquio de gobernar, no escuchaba las emociones que crecían en el corazón de las clases más desfavorec­idas. De ahí que preguntara a los ministros en la Asamblea Nacional francesa: “¿No oís cómo repiten sin descanso que cuanto está por encima de ellas es incapaz e indigno de gobernarla­s; que la división de bienes llevada a cabo hasta el presente en el mundo es injusta; que la propiedad reposa sobre bases inicuas?”.

Unas semanas después vino el desenlace. La ira contenida se llevó por delante la monarquía liberal que había sido aclamada en 1830. Lo hizo una ola de ira social que canalizó la revolución hacia el orden de una democracia populista que fue bautizada como cesarismo bonapartis­ta. El populismo se hizo dictadura por aclamación de unas clases populares que resolviero­n su ira e impotencia bajo la forma de una obediencia igualitari­a. Algo que vuelve a ser hoy en día una posibilida­d de la mano de una democracia jokerizada que transforma la ira de las clases medias en el anhelo resentido de una dictadura. Una posibilida­d que puede hacerse real si finalmente la barbarie populista rompe la delgada línea roja de resistenci­a liberal que todavía nos protege institucio­nalmente a pesar de las bajas que se producen en sus filas y que no pueden reponerse en medio de su fatigada resistenci­a.

La revolución digital está rompiendo la aceptación del sistema democrátic­o

por las clases medias

La fractura de la igualdad

se transforma en una emoción que hace del voto una venganza antisistem­a

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