El drogadicto mágico
Mateo García Elizondo debuta en la novela con un narrador que se propone morir de sobredosis
Vine al Zapotal para morirme de una buena vez. En cuanto puse el pie en el pueblo me deshice de lo que traía en los bolsillos, de las llaves de la casa que dejé abandonada en la ciudad, y de todo el plástico, todo lo que tenía mi nombre o la fotografía de mi rostro. No me quedan más que tres mil pesos, veinte gramos de goma de opio y un cuarto de onza de heroína, y con eso me tiene que alcanzar para matarme”.
Así empieza Una cita con la Lady (Anagrama), una de las primeras novelas más prometedoras que se han publicado últimamente en lengua castellana. Esta historia de un chico que llega a un pueblecito con la intención de matarse de una sobredosis entronca a la vez con la actual corriente de terror psicológico, con la larga tradición de libros narrados por conciencias alteradas (a lo Bajo el volcán) y con una ambientación rulfiana. Su autor, Mateo García Elizondo (Ciudad de México, 1987), cuenta, por teléfono mientras conduce por las calles del DF –esperemos que con el manos libres–, que “todo llegó por la primera frase, con la idea del yonqui que llegaba a un lugar perdido, lo principal era la voz del personaje”.
Con cuidado de no contar spoilers, digamos que “hay muertos” y que los efectos de la droga en el narrador sumen al lector en una ambigüedad pues no sabe hasta qué punto es cierto lo que lee. “Me interesan los estados de conciencia alterados. La heroína, a pesar de que no estoy familiarizado con ella, permitía esa exploración. Hablé con gente que pasó experiencias similares, me dieron elementos para saber cómo tratar el tema. Me tomo como un gran elogio que haya lectores que crean que soy un yonqui más o menos rehabilitado”. En el libro, en realidad, lo más autobiográfico es “la historia de amor y la del perro, vagamente inspiradas en mi vida”.
La manera de referirse al mundo de los muertos es muy mexicana –“una relación de ligereza con la muerte, salpicada de humor”– y uno de los escenarios importantes, El Rincón de Juan, tugurio prostibulario de los bajos fondos, “se basa en bares de mala muerte en los que he estado, me permite preguntarse por el final de la línea, geográfica y existencialmente: ¿qué hay ahí, qué hay más allá? Ese bar es el lugar donde el personaje tiene contacto con la humanidad por última vez”.
Sobre el enorme contraste entre cómo ve la gente al narrador y cómo se ve él, García Elizondo apunta que quiso recrear “esa sensación de cuando un capitalino como yo llega a un pueblo chiquito, la gente te mira, no está muy contenta de que estés. Si me pasa a mí, que tengo un aspecto bastante decente, ¿qué sucede cuando llega un drogadicto moribundo, lo más despreciable que hay en la sociedad moderna?”.
El toque místico de varias escenas tiene que ver “con mi interés en el universo budista, el personaje vive con muchos deseos que no puede satisfacer. Me influenció también La leyenda del santo bebedor de Joseph Roth, me parece un libro muy místico y decadente a la vez”. El narrador es un desecho pero a la vez “tiene un alma bonita”. También ve ecos de Camus y Dostoievski.
“Lo han llamado realismo psicodélico –explica–, pero es una etiqueta fácil para una novela con drogas, ¿no? Yo soy cineasta de género y, si le tuviera que poner un nombre, sería el de terror yonqui” con escenas explícitas y todo, que incluyen muchos gusanos y hasta pinchazos.
Ah, García Elizondo es nieto de dos escritores. Por parte paterna, de Gabriel García Márquez (otros hubieran empezado la crónica por ahí ¿verdad?) y, por parte materna, de Salvador Elizondo. ¿Aprendió algo de ellos? “Qué lástima que no la hayan podido leer; no me dieron muchos consejos de escritura, yo era un adolescente rebelde, no les habría escuchado”, responde con alguna interferencia, porque está pasando por un túnel.
El autor, nieto de García Márquez y Salvador Elizondo, dice que su libro es “terror yonqui”