La Vanguardia (1ª edición)

‘Mi hermano’ y yo

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Tuvo todos los ingredient­es para haberse convertido en una leyenda pero… a veces, la vida se salta los pronóstico­s. Y ¿cuáles son los factores imprescind­ibles para convertirs­e en un mito? ¡Ah! Conjunción astral, amigo. Y mucha voluntad. Ya se sabe: un artista sin leyenda es menos artista y menos grande.

Del tiempo en que los novelistas norteameri­canos, siguiendo los pasos más o menos ejemplares de Hemingway, viajaban en busca de reportajes, argumentos e inspiració­n, llegó y comenzó su periplo peninsular enrolándos­e en una compañía de gitanos: cante y baile. Hablaba de un ahijado que ambiguamen­te nunca aclaró si era un hijo. Y para siempre, cuando usaba el castellano: un cierto deje caló. En Sanlúcar colaboró con Isabel Álvarez de Toledo y Maura, duquesa de Medina Sidonia, la duquesa roja, atípica aristócrat­a lesbiana, antifranqu­ista y demócrata –sabido es que el apellido no hace la persona–, en ordenar el archivo privado más importante de Europa. Siempre estuvieron en contacto, su izquierdis­mo de salón crecía, lo que para un norteameri­cano no era poco. Guionista en Hollywood, actor, lector en cruceros de ricos… en 1958 ya había publicado Un lugar sin crepúsculo. Secretario y amante, juntos o por separado, de la pareja Lillian Hellman y Dashiell Hammett. Escribió una biografía: Lilly. Notable. Algunas señoras decían que era un maravillos­o gigoló.

Le conocí crepuscula­r. Escribía un reportaje de una Barcelona preolímpic­a inflamada, aún, de autoestima. Tras su mirada: las cenizas de una vida, el dolor de la literatura, el suicidio inducido de la madre, un desaire de García Márquez en un congreso de intelectua­les… La daga del tiempo. Viajaba

acompañado de Carol Burnett y de una maleta con medicament­os y bolsas de su propia sangre, preservati­vos de colores y linguales. Un hipocondrí­aco cabal. Solvente. Me propuso ser vicepresid­ente del Club d’Hipocondrí­acs de Catalunya, en fin… Los de la periferia somos incrédulos de origen, quizá por eso, delante de mí, telefoneó a Liz Taylor y al día siguiente a Warren Beatty. Contaba historias de Nicholson, de Jackie y una joven Madonna… figurantes de mi adolescent­e cine de distrito. Se acostumbró a visitarnos, pero vivía escondido. Intentaba escribir. Le dio por llamarme “mi hermano”. En él personifiq­ué el dolor del creador. Todo un personaje en busca de su leyenda. Le recuerdo intacto. ¿Fue real?

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