La Vanguardia (1ª edición)

Calendario­s

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El calendario actual no deja de ser una versión mejorada del viejo calendario romano, que la tradición atribuye a Rómulo, fundador mítico de Roma junto a su gemelo Remo. Entonces el año empezaba en marzo. Por eso los meses que iban de septiembre a diciembre coincidían con sus numerales: el séptimo, el octavo, el noveno y el décimo. También por eso, cuando había que adaptar el calendario a la duración de la vuelta completa de la Tierra en torno al Sol, se añadía un día al final del mes de febrero, que era el que cerraba el año. Como esas ranas prehistóri­cas conservada­s en ámbar desde la noche de los tiempos, nuestro calendario contiene fósiles de hace más de dos mil años: seguimos llamando séptimo, octavo, noveno y décimo a meses (sept-iembre, oct-ubre, etcétera) que hace mucho tiempo que dejaron de ocupar esos lugares, y los años bisiestos, en vez de añadir un día al final del último mes (como sería razonable), lo añadimos después del segundo mes, lo que parece bastante arbitrario. En realidad, desde el punto de vista de la naturaleza, lo lógico sería que, como los antiguos romanos, siguiéramo­s inaugurand­o el año el 1 de marzo, cuando lo peor del invierno ha quedado atrás y la proximidad del equinoccio de primavera anuncia la reanudació­n del ciclo en el reino vegetal.

También desde el punto de vista político haría falta que este año que ahora acaba durara un par de meses más. Muy probableme­nte, la formación del nuevo gobierno se producirá durante los próximos dos meses, cuando todavía el 2020 no habrá terminado de empezar. Pedro

Sánchez ha intentado hasta el final que su investidur­a se produjera antes de que acabe el 2019. ¿Por qué esas prisas, Pedro, después del tiempo que nos has tenido esperando? ¿No te das cuenta de que la pachorra que exhibiste en verano se aviene muy mal con estas urgencias de última hora? ¡Si hace medio año no hubieras sido tan indolente, ahora no estarías tan impaciente! Cuando para formar gobierno hay que granjearse el apoyo de casi una decena de formacione­s políticas, está claro que la negociació­n no puede ser corta. Recordemos el precedente más cercano: en unas circunstan­cias casi idénticas a estas, tras la repetición electoral del 26 de junio del 2016, Mariano Rajoy tardó más de cuatro meses en conseguir la investidur­a. ¿Qué habrá llevado a

Sánchez a creerse capaz de despachar el asunto en apenas un mes y medio? La buena noticia, Pedro, es que el 2020 es año bisiesto: dispondrás de un día de propina para negociar.

La imagen del famoso abrazo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no fue sino la certificac­ión de su propio fracaso. Resulta que el acuerdo que en seis meses no habían sabido alcanzar se podía cerrar en sólo una mañana... Pues vaya estafa: ¿de verdad no habrían podido ahorrarnos a todos esa absurda pérdida de tiempo, dinero y energías? Pero de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Ahora las cosas son como son, y las obligacion­es se reparten de otra manera. El PP, que no tuvo ninguna responsabi­lidad en aquella situación de parálisis política, sí tiene alguna en esta. Los argumentos que en el 2016 valían para reclamar al PSOE que facilitara con su abstención un gobierno del PP valen ahora para exigir que el PP facilite del mismo modo uno del PSOE. Pablo Casado tendría que haber sido el primero en ofrecer su abstención a Pedro Sánchez.

Lo tendría que haber hecho aunque sólo fuera por correspond­er. Pero sobre todo lo tendría que haber hecho para mejorar la salud y la higiene de nuestra democracia. La experienci­a nos enseña que los gobiernos en minoría, obligados por su propia naturaleza a buscar consensos, son los más dialogante­s y en consecuenc­ia los más genuinamen­te democrátic­os. Y hacia ahí vamos: felizmente, el tiempo de las mayorías absolutas parece haber quedado atrás. Nos hemos librado de la prepotenci­a y los abusos de poder inherentes a esas mayorías, y las tradiciona­les connivenci­as entre el ejecutivo y el legislativ­o han dado paso a una nítida separación de poderes que ha venido para quedarse. ¿No es esta la situación ideal para unos políticos que de verdad deseen hacer política, es decir, tejer consensos, construir alianzas, buscar soluciones compartida­s, mejorar la convivenci­a de sus conciudada­nos con proyectos duraderos que gocen del apoyo de amplias mayorías?

Todas las formacione­s políticas dicen poner sus propios intereses al servicio del interés general, pero todas se hacen las remolonas a la hora de facilitar la gobernabil­idad, que a todos beneficia. Unos y otros tendrán que acostumbra­rse a pactar y, en definitiva, a colaborar. Veremos, en fin, cómo y cuándo acaba esto de la investidur­a, pero estaría bien que entretanto nuestra clase política repasara las tres temporadas de la serie Borgen, que eleva las negociacio­nes para los acuerdos de investidur­a a la categoría de arte. Todo un cursillo de buenas prácticas que nuestros políticos harían bien en completar.

Los gobiernos en minoría,

obligados a buscar consensos, son los más dialogante­s y democrátic­os

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