La Vanguardia (1ª edición)

Libertad a pequeños sorbos

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Philip Delerm escribió un libro a modo de compendio de pequeños placeres de la vida que tituló El primer trago de cerveza. El autor escribe que el primer sorbo es el que vale la pena: “El primer trago empieza mucho antes de la garganta. En los labios aflora ya ese oro burbujeant­e, frescor amplificad­o por la espuma, y lentamente en el paladar un placer tamizado de amargor. ¡Qué largo parece el primer trago! Se bebe de un tirón, con avidez falsamente instintiva. En realidad, todo está escrito: la cantidad, ese ni poco ni mucho que constituye el único ideal; el bienestar inmediato rematado por un suspiro, un chasquido de lengua o, tan importante como estos, un silencio; la engañosa sensación de un goce que se abre al infinito”.

A uno le entran ganas de sentarse a una terraza con los amigos y de disfrutar de ese primer trago largo, que tamiza la garganta y que produce la misma euforia que la pócima mágica a Astérix.

La cerveza en soledad no es un placer onanista, ni siquiera resulta un placer. Como mucho pasa a ser mero un estímulo sensitivo. O un hábito revitaliza­dor. La cerveza nos sociabiliz­a, nos invita al brindis, nos acompaña en la conversaci­ón. Su espuma es la metáfora de la efervescen­cia de los días y su frescor resulta el refugio de las miserias cotidianas. Sostiene Albert Om (Ara) que “con una cerveza de bar en la mano –ya se sabe que son mucho mejores que las de casa– el confinamie­nto comienza a parecer irreal, tan irreal como a principios de mes nos pareciera que pudiera haber alguna cosa que se asemejara a un futuro.” La fase 1 nos ha permitido invadir las terrazas como un comando asalta una trinchera abandonada por las tropas enemigas. No hemos clavado una bandera para reconocer las terrazas como territorio conquistad­o, pero casi. Y hemos levantado las jarras de cerveza como señal de victoria.

Es por eso que hoy nos parece aún más absurda la guerra contra las terrazas de los últimos años, después de que una ordenanza hecha con los pies, siendo todavía alcalde Xavier Trias, fuera defendida como si fuera El Álamo por Ada Colau. Los años de discusione­s y desencuent­ros se nos antojan absurdos. Y las normativa, disparatad­a, desmedida e injusta. Con la desescalad­a, las terrazas ganan espacio, conforman el paisaje, nos anuncian que la libertad está más cerca y la pandemia agoniza. Y nos advierten que un consistori­o no debe ser un reservorio ideológico, sino un lugar de encuentro de distintas sensibilid­ades. Las ciudades son también sus terrazas. La Closerie des Lilas o el Café de Flore de París, el Harry’s Bar de Roma, el Florian de Venecia o el Zurich en Barcelona forman parte de su alma urbana.

La desescalad­a en Barcelona se parece cada vez más a un juego de rol que a un desconfina­miento. La cerveza en la terraza nos ayuda a ver el futuro con optimismo. Pero nuestras queridas autoridade­s nos lo están complicand­o tanto a los barcelones­es que entran ganas de beber más cerveza de la cuenta para olvidar sus incongruen­cias. Es lo que tiene la libertad a pequeños sorbos.

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