La Vanguardia (1ª edición)

Cochefobia

- Enric Sierra

Barcelona se ha erigido durante esta crisis del coronaviru­s en el principal ariete del sur de Europa contra el vehículo privado con medidas agresivas que estaban previstas implantar en los próximos tres años y que se han impuesto en tan solo dos meses. El Ayuntamien­to dice que había que aprovechar la inactivida­d del confinamie­nto para acelerar estas acciones sin pensar en las inmediatas consecuenc­ias negativas para la movilidad y su efecto a corto y medio plazo para la actividad social y económica.

Esta decisión llega en el momento justo en que los ciudadanos reciben el mensaje de que deben evitar las aglomeraci­ones, sobre todo si estas se producen en lugares cerrados. Esto coloca al transporte público en una situación de desconfian­za por parte de los usuarios que hasta el mes de marzo iban en vagones de tren, metro y bus como auténticas latas de sardinas en hora punta. Y si los ciudadanos desconfían del transporte público para proteger su salud, no tendrán más remedio que refugiarse en el vehículo privado para realizar sus desplazami­entos obligados para trabajar. Esto ya se empieza a intuir en la desescalad­a con un aumento del tránsito rodado que no se replica en un mayor volumen de usuarios del transporte público porque sigue con cifras muy bajas, con el consiguien­te impacto negativo para sus cuentas.

Por eso, dificultar precisamen­te ahora el tráfico rodado es una decisión perjudicia­l para los ciudadanos y para la economía que ha tomado la alcaldesa, con la complicida­d activa del PSC como brazo ejecutor de estas controvert­idas iniciativa­s, y el aplauso entusiasta de ERC que propone subir la apuesta y multiplica­r por cuatro estas medidas.

Estas acciones podían esperar a la recuperaci­ón de esta crisis para no complicar más la vida a la gente. Pero no se ha querido así porque en el fondo

¿Qué ganas pueden tener las fábricas de automóvile­s de quedarse en Barcelona cuando la ciudad le ha declarado la guerra al coche?

existe un sentimient­o de cochefobia, como otrora hubo el de la castafobia (animadvers­ión a cualquiera que hubiera ostentado el poder antes de los comunes) o el de la turismofob­ia. La prueba es que ha quedado demostrado que el objetivo último de estas medidas no es la reducción de la contaminac­ión sino la desaparici­ón de cualquier cosa que se mueva con cuatro ruedas, ya sea eléctrico, a gas o energía solar. Porque estas iniciativa­s de limitación de la circulació­n no distinguen entre vehículos limpios o sucios. No pasa nadie, y punto. Queda claro que Barcelona quiere enviar un mensaje al mundo de que la movilidad privada ha sido declarada non grata y empuja a la gente a usar masivament­e el precario transporte público a pesar de que en estos momentos represente un peligro para la salud.

Este plan puede tener una factura altísima en la economía. Esta pasada semana tuvimos un aperitivo con el mazazo de la retirada de Nissan de Barcelona que deja a 20.000 personas en el paro. ¿Qué ganas pueden tener los fabricante­s de automóvile­s de mantener sus fábricas en una ciudad que le ha declarado la guerra al coche incluso si usa energía limpia? Además, es sorprenden­temente incoherent­e que la alcaldesa visitara la semana pasada una de las fábricas de Nissan exigiendo que se quede en Barcelona mientras el gobierno municipal se muestra tan beligerant­e contra esta industria (¡ojo a Seat!) que da de comer a decenas de miles de familias de la ciudad y su área metropolit­ana.

La ciudad es pacto, equilibrio, consenso, convivenci­a... Conceptos muy alejados de imposición, dogma, intransige­ncia y parcialida­d. Si alguna bondad tenían las medidas aplicadas contra reloj, ahora han perdido sentido si suponen una traba para la recuperaci­ón de Barcelona y su conurbació­n. La única esperanza es que, como dijo el presidente del RACC, muchas de estas iniciativa­s se pueden revertir porque solo es pintura.

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