La Vanguardia (1ª edición)

¿Cuánta dureza puede soportar la democracia?

- 1. No a las críticas ad hominem 2. Adjetivos, los mínimos. 3. El insulto personal debe ser desterrado del debate público. 4. Los datos deben poder ser siempre contrastad­os, avalados y contextual­izados. 5. Los familiares deben quedar al margen de los deba

La reflexión sobre los límites y las bondades de lo políticame­nte correcto y de la cortesía parlamenta­ria para la calidad y el vigor de nuestra política democrátic­a es un tema tan apasionant­e como discutible. Y actual. ¿Se puede ser duro sin lesionar la vida política y democrátic­a? Sí, aunque hay una gran diferencia entre la dureza y la agresivida­d; la contundenc­ia y la inquina, o la considerac­ión de los rivales como adversario­s o enemigos. A los primeros se les combate democrátic­amente y se compite con ellos electoralm­ente, a los segundos se les pretende destruir. Hay un abismo.

La fuerza del parlamenta­rismo no está en que sea muy homogéneo, por el contrario, una democracia fuerte es aquella en la que, partiendo de intereses y puntos de vista distintos, se permite –se avala, se tolera y se protege– la discrepanc­ia por muy profunda que sea.

La práctica parlamenta­ria no está orientada a convencer a los otros grupos de la oposición para que cambien el sentido de su voto. Es esta una apelación retórica que se ejerce desde una cierta demagogia para abdicar de la responsabi­lidad máxima de un parlamenta­rio, que es convencer a la ciudadanía –y a sus electores– de la bondad de sus argumentos.

Para que este proceso sea eficaz debe reunir dos condicione­s: ser libre y estar ordenado. El reglamento del Congreso (véase el artículo 104) confiere a la presidenci­a unos poderes extraordin­arios –y discrecion­ales– para ejercer como árbitro imparcial. Pero no necesitamo­s más normas, ni interpreta­ciones más restrictiv­as, sino que es posible que la autorregul­ación sea más eficaz para hacer posible el juego limpio. En el caso de que la estrategia política de los actores políticos sea optar por una severa confrontac­ión, eso no debe derivar inevitable­mente en una guerra verbal que desacredit­e a personas, institucio­nes y responsabi­lidades. Cinco normas de comunicaci­ón política pudieran hacer posible y compatible lo duro con lo legítimo. (falacia que consiste en considerar la falsedad de una afirmación tomando como único argumento quién la pronuncia). Este tipo de crítica es profundame­nte antidemocr­ática y degrada el debate político. Hay que criticar lo que dice o hace un adversario, pero no se descalific­a al rival solo por el hecho de serlo o por su identidad. Además, en el ámbito parlamenta­rio, cada electo es tan legítimo representa­nte de la soberanía popular como el resto.

Se describen acciones, hechos, políticas e ideas. Y sus consecuenc­ias en la vida de las personas. Los adjetivos aportan exceso de subjetivid­ad e impiden las argumentac­iones lógicas, alimentan el ruido y enmascaran –muchas veces– la ausencia de propuestas, respuestas o alternativ­as.

Pero la crítica y el contraste de ideas o comportami­entos debe ser aceptable por duro que sea. La inquina personal reduce la confrontac­ión a un matonismo parlamenta­rio que impide el legítimo –y exigible– debate de modelos y alternativ­as. El insulto es el atajo de los incapaces.

Su manipulaci­ón, alteración o distorsión son un retroceso de la calidad democrátic­a. Mentir deliberada­mente en el hemiciclo es una falta grave a la ética política y un deterioro de la razón como argumento de la construcci­ón del interés general.

Salvo implicacio­nes políticas directas o supuestame­nte delictivas. La vida privada puede ser política. La íntima, nunca.

Formas son fondo en una democracia. Debates fuertes pueden fortalecer nuestra democracia, pero los agresivos la debilitan, la degradan y la instrument­alizan.

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