La Vanguardia (1ª edición)

La estrategia de Trump

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Casi un centenar de ciudades de Estados Unidos han vivido violentos disturbios raciales y tumultos por las protestas tras la muerte de un ciudadano afroameric­ano, George Floyd, luego de ser detenido por cuatro policías blancos en la ciudad de Minneapoli­s. En muchas de esas ciudades las protestas pacíficas se han acabado convirtien­do en actos de pillaje, saqueos y vandalismo pese al toque de queda decretado. En Washington la protesta ha llegado hasta las puertas de la Casa Blanca y Donald Trump fue trasladado el pasado viernes al búnker subterráne­o durante una hora.

El presidente afronta una revuelta racial sin precedente­s en décadas, una pandemia que ya ha matado a más de 100.000 estadounid­enses y una crisis económica que ha dejado en el paro a 40 millones de personas. De la respuesta que dé Donald Trump a estas tres dramáticas crisis dependerá directamen­te su reelección en noviembre.

Estados Unidos atraviesa un momento crítico, el país arde por los cuatro costados. La reacción de Trump hasta el momento ha sido acusar a los manifestan­tes de “saqueadore­s y anarquista­s”, criticar –una vez más– a los periodista­s, amagar con el despliegue del ejército y anunciar que declarará “grupo terrorista” a los Antifa, un movimiento de protesta antifascis­ta. Ninguna directriz, ninguna orden presidenci­al, ningún discurso institucio­nal a la nación para calmar los ánimos. Donald Trump aprovecha la oportunida­d para presentars­e como el presidente y candidato del orden y la autoridad. Se encuentra más cómodo desempeñan­do este papel que intentando explicar al país por qué han muerto 100.000 compatriot­as por el coronaviru­s que él minimizó.

Trump está inmerso en la tormenta perfecta pero no parece estar incómodo dentro de ella. En una videoconfe­rencia, ayer acusó a los gobernador­es demócratas de débiles, les exigió más mano dura y más detencione­s, en una estrategia cuyo fin es poner en evidencia que los republican­os aplican la doctrina nixoniana de “ley y orden”. Sabe que cuantas más imágenes de comercios ardiendo aparezcan en televisión mejor para él, porque mucho menos se hablará de la Covid-19 y, si el votante blanco, conservado­r y rural llega asustado al 3 de noviembre, fecha de las elecciones, sus posibilida­des de lograr la reelección serán mucho mayores. El presidente ha condenado la muerte de Floyd y ha prometido una investigac­ión pero los disturbios refuerzan su mensaje de que la culpa es de la izquierda radical y de la debilidad de los demócratas.

No sabemos si el 2020 acabará siendo un annus horribilis para Trump pero su presidenci­a está marcada este año por las crisis sanitaria, económica y social. Algunos analistas hablan de la incapacida­d del sistema para reformarse, para combatir las desigualda­des, pero por ahora parece que la prioridad no es abordar las raíces profundas del problema sino buscar culpables.

Y en eso Trump y los republican­os son especialis­tas. El discurso es sencillo: la culpa es de la izquierda radical, de los demócratas y de la prensa. El trumpismo vive del conflicto y de victimizar a una parte de la población blanca que acaba siendo su caladero de votos. La ola de violencia ha cogido con el pie cambiado a la clase política, enfrascada en una campaña electoral ya alterada por la pandemia. El Partido Demócrata empezó apoyando a los manifestan­tes pero luego ha condenado la violencia y los saqueos. Su candidato, Joe Biden, lleva ventaja en los sondeos de entre cinco y diez puntos pero ello no presupone nada pues las elecciones se decidirán en unos pocos estados y los demócratas deberán proponer algo más que palabras de reconcilia­ción si quieren que los afroameric­anos que protestan acudan a votarles en noviembre.

La polarizaci­ón que ya vivía Estados Unidos aumentará tras esta oleada de violencia. La fractura social crece y Trump está más cómodo jugando a la confrontac­ión que ofreciendo unidad. Ya supo capitaliza­r tensiones sociales en el 2016, pero entonces el país no lloraba a cien mil personas muertas por un virus ni tenía 40 millones de trabajador­es en paro.

Los disturbios refuerzan su política de “ley y orden” y dejan en segundo plano los muertos por el coronaviru­s

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