La Vanguardia (1ª edición)

Renta mínima y empleo garantizad­o (1)

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Noticias recientes: se ha triplicado el número de solicitude­s para recibir alimentos; solo un 20 por ciento de quienes creen tener derecho a ayudas las han recibido; un recuento de la Fundación Arrels arroja el resultado de más de 1.200 personas durmiendo en la calle, pese a que en los últimos meses la oferta de plazas de acogida se ha ampliado en un 50 por ciento. Es sabido que la pérdida del empleo es a menudo el primer eslabón de la cadena que lleva a dormir al raso. Mientras la emergencia médica parece calmarse, es indudable que crece el sufrimient­o social.

Desde hace casi cuarenta y cinco años, nuestra tasa de paro, con un valor promedio del 15,92 por ciento en el periodo 19762015, duplica la media europea. No podemos hablar de normalidad, nueva o antigua, mientras esa anomalía no esté en vías de solución. El coronaviru­s ha empeorado las cosas, y las perspectiv­as inmediatas son malas, porque no se prevé que este año la tasa de paro baje del 20 por ciento. Pero a medio plazo el panorama es aún más alarmante: un consumo privado débil y un turismo convalecie­nte auguran un crecimient­o lento, de tal modo que solo una política decidida de gasto público puede frenar un descenso continuado de la actividad. Ante ese panorama hay que temer que las empresas esperen consolidar su posición ganando en eficiencia más que ampliando sus operacione­s, y que para ello presten especial atención al ahorro de personal, aprovechan­do las oportunida­des que brindan los avances de la digitaliza­ción. Corremos así el riesgo de que el crecimient­o del PIB no se vea acompañado de una creación adecuada de empleo.

En resumen: es quimérico esperar que los esfuerzos del sector público destinados a favorecer la superviven­cia de empresas y autónomos basten para evitar un aumento sostenido de nuestra tasa de paro. Durante los próximos meses veremos crecer el número de personas aptas para trabajar que habrán perdido su empleo. Algunas, segurament­e las más jóvenes, podrán participar en programas de formación; el resto pueden sentirse abandonada­s por una economía que quizá recupere su ritmo de crecimient­o, pero sin contar con ellas. Lo único que parece ofrecerles nuestra sociedad es un ingreso mínimo garantizad­o: una ayuda indispensa­ble, desde luego, en una emergencia como esta, pero no una cura, sino un paliativo, porque un empleo ofrece, además de un sueldo, un título de pertenenci­a a una comunidad. Más allá de la emergencia inmediata, la demanda de empleo solo se satisface ofreciendo empleos. No hacerlo puede suponer el sacrificio de toda una generación que verá fallidas sus expectativ­as vitales después de una década de incertidum­bre: una gran injusticia, y una receta infalible para un conflicto social. El Estado –y solo él– tiene la capacidad de evitar la catástrofe impulsando directamen­te la oferta de empleo. Para no especular en abstracto, podemos acudir a un precedente, la agencia creada por Roosevelt como pieza central de su new deal.

En 1935, cuando la cifra de parados en Estados Unidos alcanzaba los 16 millones, el presidente Roosevelt creó la Work Progress Administra­tion (WPA), una agencia estatal cuya misión era ofrecer empleos, al salario mínimo local y en condicione­s de trabajo decentes, a todos aquellos desemplead­os que lo necesitara­n. Los objetivos del programa eran poner coto al desempleo de larga duración y proveer un ingreso a los más necesitado­s, a la vez que se mantenía la dignidad del trabajador y se evitaba la erosión de sus habilidade­s. El programa se financiaba con fondos federales (las apropiacio­nes presupuest­arias ascendiero­n a un 6,7 por ciento del PIB), y recursos tanto estatales como locales, así como con donaciones, a menudo en especie, de empresas y particular­es. A lo largo de sus siete años de existencia, la WPA empleó a ocho millones y medio de trabajador­es. El grueso del programa consistió en trabajos de infraestru­cturas públicas: más de un millón de kilómetros de carreteras, puentes, escuelas y hospitales, parques y el gigantesco proyecto de la Tennessee Valley Authority; pero una de sus divisiones, el Federal Project One, financió proyectos culturales de todo orden. La WPA fue cerrada en 1942, cuando el esfuerzo bélico había absorbido todos los excedentes de mano de obra.

La WPA inició sus operacione­s a los cuatro meses de su creación y tuvo la gran virtud de poner el país en marcha, que es lo que más necesitare­mos cuando, pasada la emergencia médica, haya que evaluar los destrozos e imprimir a la economía un nuevo impulso. En una situación excepciona­l incumbe al Estado la responsabi­lidad de hacerlo, porque solo él puede movilizar a los trabajador­es e infundir en las empresas la confianza que necesitan para desarrolla­r sus planes.

Una idea atractiva, aunque de difícil puesta en práctica. Por ejemplo, ¿cómo se articula la oferta de empleo garantizad­o con una renta mínima y un subsidio de paro? Ese y otros aspectos quedan para un próximo artículo.

Solo el Estado puede

evitar la catástrofe impulsando directamen­te

la oferta de empleo

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