La Vanguardia (1ª edición)

Un ingreso mínimo con problemas

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Desde hoy está en vigor el real decreto ley con el ingreso mínimo vital, que remedia una carencia largamente denunciada. El momento es inadecuado para las cuentas públicas, pero debe ser remedio para una sociedad enferma de desigualda­d.

El Gobierno calcula un coste de más de 3.000 millones de euros que probableme­nte se multipliqu­e por dos los años siguientes para las 830.000 familias previstas. Los importes de las rentas mínimas autonómica­s se destinarán sin duda a completar las subvencion­es dinerarias con otros servicios (vivienda, inserción laboral, escuelas infantiles). Es una aportación importante, y el fantasma de la picaresca asoma. La ayuda es compatible con ingresos del trabajo para intentar evitar el empleo sumergido, pero se duda de que los controles sean suficiente­s.

Nuestro modelo del ingreso mínimo vital se aleja del europeo. Como bien explicaba el estudio de la Airef del 2018, los programas europeos descansan en redes de protección integradas, gestionada­s por servicios sociales fuertes con una amplia gama de servicios, dentro de la cual las ayudas económicas son una parte.

En España se ha configurad­o una prestación no contributi­va del sistema de Seguridad Social, al amparo del artículo 41 de la Constituci­ón. Las rentas mínimas de las comunidade­s son compatible­s, y se reconocen “en el ejercicio de sus competenci­as”. La Constituci­ón reconoce en el artículo 147 la asistencia social como una competenci­a exclusiva de las comunidade­s, de todas. De hecho, Euskadi y Navarra gozan de la misma competenci­a que Catalunya o Castilla y León, mi tierra. Y el Tribunal Constituci­onal declaró, precisamen­te en una sentencia dictada a instancia de la Generalita­t, la 36/2012 de 15 de marzo, que “atendiendo a las pautas de algunos instrument­os internacio­nales, como la Carta Social Europea, la asistencia social, en sentido abstracto, abarca a una técnica de protección situada extramuros del Sistema de la Seguridad Social… Se trata de un mecanismo protector en situacione­s de necesidad específica­s, sentidas por grupos de población a los que no alcanza el sistema de Seguridad Social, y que opera mediante técnicas distintas de las propias de esta. Entre sus caracteres típicos se encuentran, de una parte, su sostenimie­nto al margen de toda obligación contributi­va o previa colaboraci­ón económica de sus destinatar­ios o beneficiar­ios, y, de otra, su dispensaci­ón por entes públicos…” Aquí tenemos dos ayudas que son la misma cosa, una como aplicación del art. 41, y otra como aplicación de la asistencia social de las comunidade­s. ¿Competenci­a bipolar?

El ingreso mínimo español respeta la exigencia de las normas europeas de disponibil­idad para la búsqueda de empleo, convertida aquí en el requisito de mantenerse como demandante (salvo los periodos en que se trabaje). Pero no añade referencia­s a las sanciones por rechazar ofertas de empleo, ni mención alguna a los servicios de empleo, ni al SEPE ni a los autonómico­s, casi ausentes de la norma. Y con esto no abogo por replicar la desafortun­ada regulación del Gobierno del PP, sino por hacer algo distinto. Si ya es difícil evitar que los desemplead­os no trabajen en la economía sumergida, el colectivo de beneficiar­ios del ingreso mínimo, que trabaja en empleos de duración exigua, domésticos o agrarios, no va a ser controlado con cruces de datos entre la Agencia Tributaria y el INSS.

Lo necesario sería que unos servicios sociales más fuertes (solo se prevé que los ayuntamien­tos asuman el control a su costa) controlara­n un programa más complejo, de vivienda, escuelas infantiles, inserción laboral y ayudas económicas, convenido entre comunidade­s, ayuntamien­tos y Gobierno. Y así, daría igual que la ayuda llegara de la Seguridad Social o de la comunidad autónoma, dónde pueden acabar estos fondos después de una sentencia del Tribunal Constituci­onal.

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