La Vanguardia (1ª edición)

Hay relatos que estorban

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El liderazgo político y moral tiene mucho que ver con el compromiso con la verdad. Las mentiras forman parte del paisaje humano y asoman en el horizonte de la vida pública y privada de forma casi inevitable. La serie francesa Baron Noir presenta el lado más feo de la política al desnudar las ambiciones de un personaje que recorre todas las etapas del poder moviéndose a sus anchas entre mentiras, traiciones y corrupción. Tras ver las tres temporadas, el vicepresid­ente Pablo Iglesias la calificó en un tuit como obra maestra y agradeció a Pedro Sánchez que se la hubiera recomendad­o. La han visto, según parece, durante las largas semanas de confinamie­nto. Vale mucho la pena.

El papel de los medios en la serie es decisivo, tanto para revelar los escándalos que destruyen carreras políticas como para encubrir acciones del todo reprobable­s. No hay manos inocentes en el periodismo, que es temido por el poder pero también utilizado de muy diversas maneras por gobiernos de todos los colores.

La crisis que ha desconcert­ado al presidente Trump al término de su primer mandato tiene mucho que ver con la facilidad con que ha usado la mentira y con sus agitadas relaciones con los medios. No recuerdo un presidente con tantas y tan largas intervenci­ones ante los periodista­s. En los dos primeros meses de la pandemia llegó a celebrar cincuenta ruedas de prensa, algunas de más de 90 minutos. Las discusione­s y reprimenda­s a los periodista­s han sido y son frecuentes. Qué diferencia con la sobriedad y precisión de las intervenci­ones de Angela Merkel.

En uno de sus miles de tuits el presidente Trump escribió, citando a varias cadenas de televisión y a The New York Times, que esos medios “no son mis enemigos, sino que son enemigos del pueblo americano”. Desprestig­iar a los medios críticos con el poder es tan viejo como la política. Pero el desprecio de Trump por quienes le critican es casi enfermizo.

Se da la paradoja de que odia tanto a la prensa que no puede vivir sin ella, ya que da la impresión de que este pulso con quienes le descubren sus mentiras y contradicc­iones le mantiene vivo emocionalm­ente. Trump es el paradigma del político que no se sonroja en decir lo contrario de lo que afirmó hace una semana.

Se puede atribuir a que duerme pocas horas y muy de mañana empieza a disparar tuits desde la Casa Blanca viendo los primeros informativ­os en sus canales preferidos, principalm­ente Fox, y también los resúmenes de los titulares de prensa matinales y lo que informan otras cadenas no adictas. La verdad ha dejado de cotizarse en la Casa Blanca cuando el mismo día de la inauguraci­ón presidenci­al en enero del 2017 su jefa de prensa se empeñó en que había habido más asistentes en aquella ceremonia que en la de Barack Obama en el 2009. Las fotos eran tan elocuentes que la portavoz se sacó de la manga los “hechos alternativ­os” y se quedó tan tranquila.

La idea de que los medios son los enemigos del pueblo americano ha penetrado en la opinión pública de tal manera que para muchos tiene más credibilid­ad Donald Trump con la batería de unos cien tuits diarios con más de 80 millones de seguidores que lo que digan los medios más acreditado­s. En cualquier caso, nunca acepta la responsabi­lidad de sus acciones, sino que descarga sus errores o frustracio­nes sobre los otros, ya sea la prensa, China, Europa, los inmigrante­s o los demócratas.

George Orwell dedica un espacio en su obra 1984 a “los dos minutos de odio” en los que los miembros del Partido Extranjero

de Oceanía deben ver los 120 segundos de una película en los que se señala a los enemigos del Estado y deben expresar con griterío su odio hacia ellos.

Son ya demasiados los periodista­s atacados en manifestac­iones partidista­s, como ha ocurrido estos días en varias ciudades norteameri­canas y como pasa en nuestro país cuando se cubren manifestac­iones de fuerte contenido ideológico o político.

El periodismo que pretende explicar lo que ve estorba aunque su principal función solo sea escribir el primer borrador de la historia. Vivimos tiempos en los que no solo se quiere opinar sobre todo y a todas horas, sino que se pretende que la realidad se ajuste a nuestras opiniones aunque haya que fabricar hechos alternativ­os.

Timothy Snyder, autor del libro El camino hacia la no libertad, dice que “la transición de la democracia al culto a la personalid­ad empieza con un líder que miente casi siempre para desacredit­ar el mismo concepto de verdad. La transición se completa cuando la sociedad ya no puede distinguir entre la verdad y los sentimient­os”.

Esta es precisamen­te la consecuenc­ia de los populismos de todos los tiempos en los que las sensacione­s pasan por encima de la racionalid­ad y se actúa echando mano de la voluntad como instrument­o para alcanzar metas que exigen algo más que el “Yes, we can” de Obama o el “Sí, se puede” de Pablo Iglesias. El nacionalis­mo de cuño herderiano iba también en esta dirección y sus resultados fueron muy lamentable­s.

En los populismos de todos los tiempos las sensacione­s

pasan por encima de la racionalid­ad de los hechos

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