La Vanguardia (1ª edición)

Mi vecino

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Como yo, mi vecino en Figueres debe tener poco más de cuarenta años, está casado, tiene dos hijos y tres perros. Como yo, él también se compró una vivienda en el 2005, en plena década prodigiosa y por ella pagó lo que no está escrito. Desconozco si, como hice yo, cuando adquirió su casa mi vecino necesitó un crédito hipotecari­o. Sólo sé que desde que somos vecinos siempre le he tenido un gran afecto y segurament­e un punto de envidia: mi vecino tiene una mujer que le quiere, dos hijos, tres perros. Pinta que también lo aman mucho, aunque eso nunca se sabe. Y que conste que mi vecino no lo ha tenido fácil. Mi vecino tuvo que sacar adelante su familia y su nueva casa con el viento de cara, en plena recesión. Para las generacion­es millennial­s que nos estén leyendo es bueno recordar que en España aquella crisis estuvo a punto de acabar en corralito. Que, si los tenían, muchas familias iban a retirar sus ahorros del banco por miedo a que un día no pudieran disponer de ellos; que muchos ciudadanos, más de cuatro millones, en aquella tormenta perdieron el trabajo e incluso la vivienda. Recuerdo que en aquellos años yo vivía en Figueres. De hecho, era el alcalde. Muchas noches, cuando yo llegaba a casa me encontraba a mi vecino paseando los perros. Él vestía con camiseta y pantalón corto; yo, con americana y corbata. Siempre he pensado que sin decírnoslo el uno sentía admiración por el otro. Él veía en mí a un hombre de éxito, a quien todo el mundo reía las gracias y pedía favores y trabajo. Yo veía en él a un hombre bueno, dedicado exclusivam­ente al cultivo de su huerto, como recomienda hacer Voltaire en el

Cándido. La crisis pasó, pero de aquel malestar social surgieron nuevos movimiento­s de protesta, decididos a demostrar que sí que había alternativ­a al capitalism­o salvaje, al mal gobierno y a la corrupción heredados de los babyboomer­s. En muchas ciudades de España irrumpiero­n las manifestac­iones del 15-M; en muchos pueblos de Catalunya, el procés. Tengo la impresión de que mi vecino permaneció indiferent­e a estas fiebres regeneraci­onistas. Aunque me consta que no lo pasó nada bien, mi vecino no me pidió nunca nada.

A primeros del 2013 me marché a vivir a Barcelona, donde resido actualment­e. Desde entonces y hasta hoy, he ido subiendo a Figueres los fines de semana, especialme­nte en primavera y verano. Recuerdo que los años de conseller, para vergüenza mía, la llegada al Empordà siempre era un poco estridente: coche oficial, mossos d’esquadra y demás parafernal­ia llamaban la atención a más de un escéptico que ya entonces debió de pensar que todo lo que sube... ¡baja! En plena ebullición procesista, un día mi vecino me soltó discretame­nte sus dudas sobre si todo aquello no acabaría fatal. Quédate tranquilo, al final sabremos estar a la altura, le respondí. Es sabido de todos quién tenía razón.

El viernes 13 de marzo subimos a Figueres. Ese fin de semana era mi aniversari­o y tenía ganas de ver a mi madre. Suspendida­s

las libertades a golpe de decreto y por sorpresa, mi marido y yo hemos pasado el confinamie­nto en el Empordà. Una de las tardes de abril, coincidimo­s con mi vecino en la terraza. Yo me entretenía plantando geranios, abonando hortensias y recogiendo hojas (dichosa tramontana). Él estaba sentado en una silla, con la camisa desabrocha­da y la mirada perdida. Hola, ¿cómo vais? Ya ves que el bicho nos ha pillado aquí, si os hace falta algo, ¡me dices! Gracias, Santi. Estamos bien, aunque puedes imaginar. Mi mujer de ERTE, no ha cobrado nada desde febrero, yo en el paro y los niños que no pueden salir ni a dar una vuelta en bici... De la conversaci­ón, lo que más me sorprendió fue su serenidad. Yo, que siempre lo había encontrado un hombre jovial, fuerte y positivo, por primera vez lo vi un hombre mayor, frágil, enfermo de escepticis­mo.

Món de mones, que decía mi abuela, ¡qué mundo este! Tan bien que podríamos estar, tan bien que nos habían dicho que estaríamos y, en cambio, mi generación, los que un día nos sentimos jóvenes pero sobradamen­te preparados habremos vivido literalmen­te encadenand­o crisis tras crisis. Porque las desgracias nunca vienen solas. De hecho, segurament­e en la agonía de una fatalidad se gesta el embrión de la siguiente. Como si de las plagas de Jehová contra los egipcios se tratara, también los catalanes de la generación X habremos asistido al desfile de ranas, mosquitos, tábanos y epidemias. Mi generación habremos vivido la fanfarria del boom inmobiliar­io, la resaca de aquellos excesos en forma de recesión, la revuelta a las consecuenc­ias de aquella crisis con el procés y ahora, cuando parecía que todo había pasado, la pandemia de la Covid-19. Paradojas de la vida, visto el agotamient­o intelectua­l y moral de nuestros progenitor­es, todo apunta que nuestra última esperanza radica en la generación de los millennial­s y de los centennial­s, aquellos que habíamos descrito como perezosos, narcisos y mimados y que ahora, ordenador en mano, reclaman poder pasar delante. ¡Para mí, ya están tardando!

Los de mi generación

habremos vivido literalmen­te encadenand­o

crisis tras crisis

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