La Vanguardia (1ª edición)

Cuando la derrota no es una opción

- Juan M. HernándezP­uértolas

Se atribuye a una leyenda del baloncesto universita­rio y profesiona­l estadounid­ense, Bill Musselman, una frase que visualiza la obsesión de aquel país con el ganar y el perder: “La derrota es peor que la muerte, porque hay que convivir con la derrota”. A parecido universo pertenece otra cita de otro entrenador, este de fútbol americano, Red Sanders, autor de esta otra perla: “Ganar no lo es todo, es lo único”.

Vienen estas citas a cuento porque el gran pecado de Liz Cheney, una de las congresist­as más conservado­ras de la Cámara Baja del Capitolio, fue negar que se produjeran irregulari­dades en las pasadas elecciones presidenci­ales. Afirmar que esos comicios los ganó realmente Joe Biden y no Donald Trump, y que ya era hora de que el Partido Republican­o pasara página, le ha costado a la hija del exvicepres­idente Cheney perder su posición de liderazgo en el grupo parlamenta­rio republican­o. Ni siquiera tiene el consuelo de saber quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos, ya que, en una suprema muestra de cobardía política, su defenestra­ción se produjo en el seno del citado grupo parlamenta­rio a través de lo que allí se conoce como voice vote, es decir, a grito pelado o por aclamación, sin ni tan siquiera el manido recurso a la mano alzada.

Aunque resulte un tanto cansino, recordemos una vez más los grandes números de las dos últimas elecciones presidenci­ales norteameri­canas. Aparquemos por un momento la enrevesada mecánica del colegio electoral, que propició la victoria de Trump en el 2016 debido a unos pocos miles de votos distribuid­os entre Pensilvani­a, Michigan y Wisconsin y la de Biden cuatro años más tarde por otros miles de sufragios en Georgia, Arizona y de nuevo en Wisconsin.

Centrémono­s, en cambio, en el número total de estadounid­enses que en el 2016 votaron a Trump, 62,9 millones, unos 2,8 millones menos que los que obtuvo su rival, Hillary Clinton. Cuatro años después, tras una presidenci­a extraordin­ariamente divisiva y en plena pandemia, pero desde la innegable posición de ventaja que confiere vivir en la Casa Blanca, Trump consiguió aumentar su base electoral en 11,2 millones más, hasta llegar a los 74,2 millones, lo que reviste un innegable mérito. Pero es que resulta que Biden rebasó holgadamen­te el nivel de Clinton en 15,4 millones, hasta llegar a los 81,2 millones de votos populares, un nivel nunca alcanzado antes por candidato presidenci­al alguno. En resumidas cuentas, Biden sacó unos siete millones de votos más que Trump, lo que debería hacer superflua cualquier duda o polémica en torno a su plena legitimida­d democrátic­a.

Resulta increíble que no sea así y que casi el 70% de los votantes republican­os aún continúen avalando la tesis del imposible pucherazo, pero ayuda a entenderlo la compleja personalid­ad del penúltimo presidente, quien aseguró a sus compatriot­as que se hartarían de ganar y que se pasó el año pasado afirmando que solo el fraude podría impedir su reelección. Como empresario nunca ha admitido que algún negocio le saliera mal –aunque sus repetidas bancarrota­s están sobradamen­te documentad­as– y, en definitiva, es una persona que, por principio, no rectifica nunca. En otras palabras, Trump no puede siquiera plantearse el convertirs­e en un loser, en un perdedor, simplement­e no está programado psicológic­amente para eso.

Pero así como el expresiden­te Obama, harto de que Trump pusiera continuame­nte en entredicho que hubiera nacido en Estados Unidos, tuvo un día que mostrar públicamen­te su certificad­o de nacimiento de Hawái, quizás ha llegado la hora de que el presidente Biden ponga en marcha una comisión de investigac­ión bipartita para demostrar, con el tiempo y la inversión que sean necesarias, que no hubo fraude en los comicios del 2020.

A Trump no habrá comisión que le libere de su obsesión conspirato­ria, pero quizás sí a algunos de sus correligio­narios. El país entero, un Partido Republican­o que necesita salir de ese bucle y, desde luego, la infortunad­a Liz Cheney se lo agradecerá­n.

Quizás ha llegado la hora de que Biden ponga en marcha una comisión para demostrar que no hubo fraude electoral

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