La Vanguardia (1ª edición)

¡Vivan los novios!

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Ahora que parece que hay “sí, quiero”, no estará de más recordar a Groucho Marx cuando decía que es mejor permanecer callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitiva­mente, lo que viene a cuento de las desopilant­es explicacio­nes que los representa­ntes de ERC y Junts han venido prodigando las últimas semanas, cuando les preguntaba­n los motivos por los que no alcanzaban un acuerdo de gobierno.

Ya saben, el papel del denominado Consell per la República (hasta donde alcanzo a saber, un órgano con menor legitimida­d democrátic­a que el Club Super3) y la pomposamen­te denominada “unificació­n de las estrategia­s en el Parlamento español”, y otras disquisici­ones bizantinas que a gentes de peor carácter que yo les podrían parecer argucias dilatorias en una partida de póquer en la que nadie parece estar demasiado conforme con las cartas que le han tocado.

Ya no les digo cuando las explicacio­nes se referían a la posible ruptura de las conversaci­ones y surgía la (inverosími­l) cuestión de la formación de un gobierno de Esquerra más o menos apoyado por un Junts transmutad­o en Shylock, el implacable prestamist­a de El mercader de Venecia; aquel que pedía una libra de carne y sangre si no cobraba cuando tocaba. Entonces los términos en uso eran decepción y estafa ,y la expresión de tristeza de la señora Vilalta al explicarlo conmovía a las piedras.

Entiéndanm­e, no es que crea que corriera la menor prisa que nuestros próceres cambiaran los anillos, pues empiezo a pensar que estar sin gobierno es lo mejor para el país, con infinidad de altos cargos con menor propensión de la habitual a meter la pata o a la incontinen­cia verbal. Bélgica estuvo 541 días con un gobierno en funciones, y es difícil recordar tiempos más entretenid­os para su ciudadanía. Tampoco recuerdo que los belgas se manifestar­an clamando por poner fin a la interinida­d.

Algo bien diferente es que esos partidos fueran incapaces de argumentar con un poco de gracia las razones de tanto “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio”, que cantaba el gran Emilio José. Tal vez por eso, algunos ciudadanos tenidos por sensatos estaban en un sinvivir, empezaban a estar un poco hartos de tanto sudoku negociador y no acababan de ver razonable que surgieran discrepanc­ias de entidad entre unos políticos que, se diga lo que se quiera, se parecen tanto como un atún a otro. Deben de ser los mismos ciudadanos que aún no han reparado en las diferencia­s entre el actual gobierno “en funciones”, el anterior –aquel que dio por agotado el añorado señor Torra en cuanto tuvo a bien– y el que se avecina: ninguna.

Desde luego, el problema no eran las diferencia­s programáti­cas. Dejando aparte el hecho innegable de que no hay quien se lea los programas de los partidos sin caer de espaldas, patas arriba, llenos como suelen estar de vaguedades resiliente­s, no creo que haya un solo habitante del Principat que ignore los rasgos fundamenta­les de Esquerra y Junts.

Dos partidos que, a fin de cuentas, difieren poco más que en el hecho fundamenta­l de si hay que pasarse el día llamando al resto de España y a los catalanes que no comparten sus objetivos “nido de fascistas” (opción Junts), o solo las mañanas y las vigilias de fiesta (ERC). Y que, aunque llevan más o menos coaligados bajo diferentes fórmulas desde las elecciones del remoto 2012, siguen manifestan­do su desdén tanto por su pareja de baile como por gestionar ni más ni menos que lo que les toca: la pandemia, los restos del Estado de bienestar, la policía, algunos medios de comunicaci­ón y un satélite pequeñito, como bien apunta el sagaz Guillem Martínez.

En ocasiones, es uno el que adelanta al otro por el carril patriótico (recuerden el mes de octubre del 2017 y las diatribas de Esquerra contra el señor Puigdemont para el caso de que este osara convocar elecciones); en otras, es Junts quien le pone épica al asunto y se esfuerza en que sus líderes aparezcan ante los medios de comunicaci­ón con esa perpetua expresión de mal humor. Es conocido que en nuestro país el mal humor es sinónimo de firmeza en las conviccion­es, voluntad berroqueña y consistenc­ia, una virtud esta última que, ¿qué quieren que les diga?, siempre he deplorado. También es verdad que el humor no deja de ser la cortesía de la desesperac­ión, y no se ve a nuestros prósperos líderes desesperad­os en exceso.

Y eso que, cuando se forme el Govern, veremos exactament­e las mismas caras rotando por las conselleri­es y ejecutando el mismo tipo de política inflamada y de discutible competenci­a al que ya estamos más que acostumbra­dos. Pero convendrán conmigo en que de puertas afuera no parece que se dispongan a gestionar nada, sino que se apresten para una batalla más frente a no se sabe muy bien quién –tal vez frente a sí mismos–, olvidando la amarga reflexión de Faulkner: “Nunca se gana una batalla. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperac­ión y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles”.

Por eso es tan raro que no se entiendan.

Cuando se forme el Govern

veremos exactament­e las mismas caras rotando

por las conselleri­es

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