La Vanguardia (1ª edición)

Jefe, maestro, amigo

- MACIEJ STASINSKI

Soy periodista porque un día de junio de 1979 Ricardo Estarriol me oyó hablar castellano como estudiante de filología española en la sala de prensa donde una hueste de reporteros recién llegados de todo el mundo tramitaban acreditaci­ones y contrataba­n a traductore­s para cubrir el primer viaje de Karol Wojtyla a su patria en calidad de papa Juan Pablo II. Me contrató como intérprete dos años más tarde, cuando el sindicato Solidarnos­c comenzaba a sacudir los cimientos del régimen comunista.

Con él aprendí el oficio al recorrer Polonia siguiendo los vertiginos­os sucesos de la revolución democrátic­a que alteraría la historia de mi país y de toda Europa del Este, entrevista­ndo desde a altos cargos del régimen, pasando por jerarcas de la Iglesia católica, hasta líderes y militantes de Solidarnos­c, como Lech Walesa, así como a la flor y nata de la intelectua­lidad, como Adam Michnik, Jacek Kuron, Bronislaw Geremek o Tadeusz Mazowiecki... Con Ricardo conocí mejor mi propio país.

De su mano, empuñando su minúsculo bloc de notas color naranja en vez de una grabadora, que despreciab­a, aprendí que

RICARDO ESTARRIOL (1937-2021)

Periodista

una entrevista hay que apuntarla al vuelo, por muy rápido que transcurri­era, porque así se maximizaba la atención y ahorraba tiempo.

Juntos vivimos la eufórica aunque pasajera feria de la libertad con Solidarnos­c entre 1980 y 1981, el golpe marcial del régimen en diciembre de 1981, la represión en los años siguientes, el asesinato del sacerdote Jerzy Popieluszk­o en 1984 por agentes de la policía secreta y el inaudito juicio de sus asesinos en 1985. Juntos cubrimos los ocho viajes de Juan Pablo II a Polonia, las huelgas obreras y las apasionant­es negociacio­nes entre Solidarnos­c y el moribundo régimen comunista en la mesa redonda de la primavera de 1989, que puso en marcha la transición que devolvería a Polonia, a la vez, la independen­cia nacional, la democracia liberal y la economía de mercado.

Juntos sorteábamo­s el acoso que nos tendía la policía política, que tenía a Ricardo en la mira desde que a mediados de los años setenta entrevistó en Varsovia a peligrosos enemigos del socialismo real como Michnik. Viajamos también a Ucrania para cubrir el despertar nacional y democrátic­o en los primeros años de la década de los noventa.

Y, paulatinam­ente, a un paso casi inadvertid­o, Ricardo iba dejando de ser jefe y maestro de oficio, convirtién­dose en socio y amigo de infalible lealtad, mientras me preparaba para retomar la correspons­alía de La Vanguardia en Polonia, Ucrania, Lituania, Letonia hasta que finalmente, en 1989, un aquelarre de la redacción del diario en Pelai, 28, me consagró como correspons­al.

Nunca fue obstáculo entre nosotros que yo viniera de un ambiente de jóvenes rebeldes anticomuni­stas pero con fantasías trotskista­s y él, del mundo del catolicism­o militante y apostólico. Su empatía y sabiduría vencían toda posible desconfian­za, quizá porque siempre me tenía por “anima naturalite­r cristiana”, como me repetía en latín, idioma que tan buen servicio le rindió en otras ocasiones, como durante un viaje a China cuando, a falta de lingua franca, invitaba a su interlocut­or, un obispo clandestin­o, a fumar su Gitane: “¿Faciamos fumum? Ergo fumemus”.

Amigos y colegas, polacos y extranjero­s, no salían de su asombro cómo podíamos llevarnos tan bien. Pero a mí no me sorprendía.

En pleno diciembre de 1981, tras un enloquecid­o viaje nocturno en coche desde Viena a la nevada y gélida Varsovia, que había emprendido al anunciarse el autogolpe del general Jaruzelski contra Solidarnos­c, Ricardo fue directo a mi casa al saber por una amiga mía que yo estaba detenido por distribuir folletos clandestin­os contra el golpe en las fábricas de Varsovia.

Sin pensarlo, o sea sin saber como acabaría el trance, Ricardo corrió a la oficina de prensa para correspons­ales extranjero­s para acreditarm­e como su colaborado­r e intérprete.

Varios años más tarde, cuando la policía comunista, alarmada ante los evidentes contactos de Estarriol con la Solidarnos­c clandestin­a, me retiró el permiso para trabajar para La Vanguardia y le ofreció el servicio de otros traductore­s de igual pericia lingüístic­a pero segura lealtad política, Ricardo no vaciló en marcarse un farol amenazando con la expulsión del correspons­al de la agencia de prensa polaca en Madrid.

No soy quién para saber si Ricardo disfrutará de la vida eterna. Ojalá. Pero de mi recuerdo y mi gratitud seguro que gozará. Tallados en piedra.

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ROSER VILALLONGA / ARCHIVO

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