EL EPO TAJE
El ritmo de destrucción forestal se ha duplicado respecto a la época de Lula da Silva
Calificada como la París de la
durante la fiebre del caucho a principios del siglo XX, la ciudad de Belem (Pará) entiende mejor que Glasgow la diferencia entra las palabras y los hechos.
Y, efectivamente, solo una semana después de adherirse al compromiso mundial para detener la deforestación antes del 2030 –acordado por un puñado de países en la conferencia del clima celebrada en la capital escocesa–, el Gobierno de Jair Bolsonaro ha hecho públicos los últimos datos sobre la destrucción forestal en la Amazonia brasileña. Estaban disponibles desde finales del mes de octubre pero fueron considerados impublicables durante la cumbre del clima.
No es difícil explicar el retraso en su difusión. La deforestación se disparó un 22% entre julio del 2020 y agosto del 2021, frente al mismo periodo del 2020 para alcanzar el ritmo más elevado en 15 años.
Tras los discursos en Glasgow del ministro de Medio Ambiente, Joaquim Leite, y del vicepresidente brasileño, el general Hamilton Mourao, responsable del polémico despliegue del ejercito en la Amazonia bajo las órdenes de Bolsonaro, el dato delató una cruda realidad.
Cuando Lula da Silva salió de la presidencia en el año 2010, se destruían unos 4.600 kilómetros cuadrados de bosque anuales, con una caída de la deforestación de un 80% en diez años. Con Bolsonaro, la media anual se sitúa en 11.000 km2, más del doble. En este último año, pese a la operación de imagen del Gobierno en Glasgow, se han destruido 13.235 km2, cifra equivalente a 360 campos de fútbol destruidos a diario.
“Este es un Gobierno de falsas noticias; no tiene ningún compromiso con la verdad”, dijo en una entrevista Marcio Astrini de la oenegé Observatorio do Clima. La única esperanza es que “el compromiso de deforestación siga cuando Bolsonaro ya no esté”.
Pero a menos de un año de las elecciones presidenciales del 2022, Bolsonaro necesita el apoyo de la bancada ruralista, aliados en el Congreso de la agroindustria, sobre todo productores de soja y carne, y la minería. Debe movilizar también a los alcaldes de municipios como Novo Progresso en la ya asfaltada BR163, la ruta de la soja, donde se organizó en el 2019 el infame día del fuego en honor al presidente. “Los años electorales siempre son los mas peligrosos para el medioambiente; y ahora más que nunca”, añade Astrini.
Una serie de proyectos de ley exigidos por agricultores, ganaderos y empresas de minería deben ser aprobados. Uno de ellas legalizaría la invasión y posterior deforestación de millones de hectáreas de suelo público en la Amazonia por grandes y medianos hacendados. “Dicen que legalizar creará seguridad jurídica pero incentivará más invasiones y más deforestación”, dice Brenda Brito del instituto Imazon en Belem.
El Gobierno brasileño ha dado marcha atrás desde la conferencia
Bolsonaro da marcha atrás y matiza que la meta comprometida era solo combatir “la deforestación ilegal”
de Glasgow. Ya matiza que por deforestación cero solo se refería a la “deforestación ilegal” según el código forestal brasileño. Esto puede ser significativo en la Amazonia, donde un 47% de la superficie corresponde a áreas de conservación total
– parques naturales, áreas de extracción artesanal y tierras indígenas– y donde los hacendados privados solo pueden deforestar legalmente un 20% de la vegetación en sus latifundios. Aquí efectivamente la deforestación ilegal es el principal problema.
Pero en los bosques del bioma del Cerrado –otro ecosistema de enorme importancia para el clima– se permite destruir un 70%, casi siempre para la siembra de soja y otros monocultivos para el mercado internacional.
Trágicamente, la diferencia puede acabar siendo anecdótica ya que muchos expertos temen un inminente punto de inflexión
La expansión de la soja es imparable y amenaza las tierras de los 12.000 indígenas munduruku
en el que los bosques húmedos de la Amazonia –degradados, deforestados y quemados–, se conviertan en la sabana del Cerrado, otro paso potencialmente catastrófico en la crisis planetaria.
Es fácil de comprobar el grado de destrucción medioambiental conduciendo por las tres principales carreteras en el inmenso estado de Pará, cuya superficie de 1,2 millones de kilómetros cuadrados es dos veces más grande que España: desde la ya deforestada franja minera dominada por la multinacional brasileña Vale –participante en el plan de reforestación anunciado a bombo y platillo en Glasgow– hasta la frontera de la soja colindante con el estado de Mato Grosso más al sur. De ahí se llega a las megahaciendas deforestadas para el pasto de los 85 millones de bueyes blancos de la raza cebú que avanzan en manadas gigantescas por la Amazonia brasileña.
La soja, supuestamente ausente en áreas deforestadas desde la firma de la moratoria del 2008, sigue los pasos del ganado. Es lógico. Una vez allanada la selva para los bueyes, nadie puede acusar a los grandes de la soja (ni a sus clientes, multinacionales de exportación como Cargill, ADM y Bunge, firmantes de la deforestación cero en Glasgow) de ser directamente responsa