Invitación ante una iglesia vacía
Amenudo constatamos cómo están de vacías las iglesias de fieles y sacerdotes. Nos inquietan las dificultades de la transmisión de la experiencia religiosa y de los referentes culturales que la vehiculan o la acompañan, y la merma de vocaciones religiosas que la sirven. Son temas de bastante complejidad sociológica, cultural y espiritual que no se limitan a la fe religiosa: también hay problemas de transmisión de otros aspectos de la cultura, de estilos de vida, de prioridades de valores, de ideales políticos, de formas de entretenimiento... Constatar el vacío de edificios inmensos –seminarios, conventos, monasterios– que hace tres o cuatro generaciones estaban llenos provoca una cierta desolación, una sensación de vértigo, y hace que nos preguntemos qué nuevos usos podrían dar vida nueva a estos edificios. Y también nos invita a reflexionar sobre qué voces, secretas como una plegaria íntima, podrían estar susurrando nuevos futuros en este vacío aparentemente silencioso, en el umbral de esta mutación todavía desdibujada.
Aquí, más que analizar las razones o lamentar la realidad de estas dificultades de transmisión, invitamos a contemplar los templos con más curiosidad y provecho que de costumbre, desde una triple metáfora: el espacio verde, la estación abandonada, el observatorio astronómico. No son metáforas retóricas de una poética emocional, sino formas de mirar y valorar un espacio supuestamente conocido, desde nuevos ángulos de observación y hacia nuevas direcciones inexploradas.
Pedimos que en la ciudad ruidosa y contaminada haya espacios verdes donde se pueda respirar profundamente y nos podamos relajar en contacto con la naturaleza. Las iglesias vacías, a su manera, son como un espacio verde, no para la respiración física, sino espiritual: silencio en medio del ruido, calma en medio de la prisa. Entrar en una iglesia, sentarse, serenarse, dejar volar la mente en libertad, es una invitación abierta a todo el mundo, gratuita y acogedora. No hay que rogar, no hay que creer; basta con un poco de respeto para los otros –conservar el sitio, mantener el silencio y para uno mismo –, no descartar de entrada que dentro de ti puede haber sorpresas que todavía no has descubierto.
Una segunda perspectiva de la iglesia vacía la podemos tener al observar estaciones ferroviarias que ya no sale a cuenta mantener abiertas. Los trenes siguen pasando, la gente los sigue cogiendo, pero en la estación ya no queda nadie centrado en el servicio ferroviario. Ciertamente los ferroviarios hacían un servicio importante, que ahora se hace de otra manera, menos personal, más anónima y deslocalizada. Pero lo que es esencial es que el tren siga pasando, que siga siendo un espacio relacionado con el viaje, con todo lo que sugiere –vida, movimiento, apertura. Y sentarse en actitud de espera, sin saber exactamente qué tren cogeremos ni hacia donde, pero sintiendo en la incertidumbre de la espera una dimensión de libertad.
La tercera analogía es la del observatorio astronómico, alejado de la vida cotidiana, centrado en la observación y la escucha de un espacio y un nivel de existencia que no es el nuestro, de distancias y edades inconmensurables, pero al cual estamos vinculados sutilmente, según nos lo indica de manera tan sorprendente y persuasiva la cosmología de hoy. La iglesia también nos introduce en un espacio diferente del habitual, en una especie de vacío sagrado donde todo puede pasar, en una resonancia cósmica que nos abre a preguntas que nos transforman.
Pasar por delante de un edificio puede suscitar resonancias muy diversas, de indiferencia o de curiosidad, de atracción o de repulsión. Depende, en parte, del imaginario que asociamos. Hemos propuesto, aquí, un imaginario de una iglesia vacía desde tres vertientes metafóricas: el del espacio verde para la respiración espiritual; el de la estación cerrada pero desde donde podemos empezar nuevos viajes; el del observatorio astronómico donde la reflexión íntima y la pregunta cósmica confluyen –tres analogías que bien podríamos enmarcar en una versión simplificada de lo que denominamos Atrio de los Gentiles. No menospreciamos la fe consolidada, la creencia convencida, la plegaria emotiva, la comunidad fervorosa que siente el templo como una ampliación del hogar y lo mantiene con vida. Pero el templo también puede ser una pregunta, una extrañeza que interpela, una intemperie desconocida, incluso para una persona sin ninguna fe religiosa. El Espíritu habla cuando quiere y donde quiere. En algún lugar, en algún momento, en el misterio del vacío y del silencio, puede trastornarnos y abrirnos caminos nuevos.
Los templos vacíos pueden ser un lugar para el relax, el silencio y la contemplación