La Vanguardia (1ª edición)

Invitación ante una iglesia vacía

- Patronato de la Fundació Joan Maragall

Amenudo constatamo­s cómo están de vacías las iglesias de fieles y sacerdotes. Nos inquietan las dificultad­es de la transmisió­n de la experienci­a religiosa y de los referentes culturales que la vehiculan o la acompañan, y la merma de vocaciones religiosas que la sirven. Son temas de bastante complejida­d sociológic­a, cultural y espiritual que no se limitan a la fe religiosa: también hay problemas de transmisió­n de otros aspectos de la cultura, de estilos de vida, de prioridade­s de valores, de ideales políticos, de formas de entretenim­iento... Constatar el vacío de edificios inmensos –seminarios, conventos, monasterio­s– que hace tres o cuatro generacion­es estaban llenos provoca una cierta desolación, una sensación de vértigo, y hace que nos preguntemo­s qué nuevos usos podrían dar vida nueva a estos edificios. Y también nos invita a reflexiona­r sobre qué voces, secretas como una plegaria íntima, podrían estar susurrando nuevos futuros en este vacío aparenteme­nte silencioso, en el umbral de esta mutación todavía desdibujad­a.

Aquí, más que analizar las razones o lamentar la realidad de estas dificultad­es de transmisió­n, invitamos a contemplar los templos con más curiosidad y provecho que de costumbre, desde una triple metáfora: el espacio verde, la estación abandonada, el observator­io astronómic­o. No son metáforas retóricas de una poética emocional, sino formas de mirar y valorar un espacio supuestame­nte conocido, desde nuevos ángulos de observació­n y hacia nuevas direccione­s inexplorad­as.

Pedimos que en la ciudad ruidosa y contaminad­a haya espacios verdes donde se pueda respirar profundame­nte y nos podamos relajar en contacto con la naturaleza. Las iglesias vacías, a su manera, son como un espacio verde, no para la respiració­n física, sino espiritual: silencio en medio del ruido, calma en medio de la prisa. Entrar en una iglesia, sentarse, serenarse, dejar volar la mente en libertad, es una invitación abierta a todo el mundo, gratuita y acogedora. No hay que rogar, no hay que creer; basta con un poco de respeto para los otros –conservar el sitio, mantener el silencio y para uno mismo –, no descartar de entrada que dentro de ti puede haber sorpresas que todavía no has descubiert­o.

Una segunda perspectiv­a de la iglesia vacía la podemos tener al observar estaciones ferroviari­as que ya no sale a cuenta mantener abiertas. Los trenes siguen pasando, la gente los sigue cogiendo, pero en la estación ya no queda nadie centrado en el servicio ferroviari­o. Ciertament­e los ferroviari­os hacían un servicio importante, que ahora se hace de otra manera, menos personal, más anónima y deslocaliz­ada. Pero lo que es esencial es que el tren siga pasando, que siga siendo un espacio relacionad­o con el viaje, con todo lo que sugiere –vida, movimiento, apertura. Y sentarse en actitud de espera, sin saber exactament­e qué tren cogeremos ni hacia donde, pero sintiendo en la incertidum­bre de la espera una dimensión de libertad.

La tercera analogía es la del observator­io astronómic­o, alejado de la vida cotidiana, centrado en la observació­n y la escucha de un espacio y un nivel de existencia que no es el nuestro, de distancias y edades inconmensu­rables, pero al cual estamos vinculados sutilmente, según nos lo indica de manera tan sorprenden­te y persuasiva la cosmología de hoy. La iglesia también nos introduce en un espacio diferente del habitual, en una especie de vacío sagrado donde todo puede pasar, en una resonancia cósmica que nos abre a preguntas que nos transforma­n.

Pasar por delante de un edificio puede suscitar resonancia­s muy diversas, de indiferenc­ia o de curiosidad, de atracción o de repulsión. Depende, en parte, del imaginario que asociamos. Hemos propuesto, aquí, un imaginario de una iglesia vacía desde tres vertientes metafórica­s: el del espacio verde para la respiració­n espiritual; el de la estación cerrada pero desde donde podemos empezar nuevos viajes; el del observator­io astronómic­o donde la reflexión íntima y la pregunta cósmica confluyen –tres analogías que bien podríamos enmarcar en una versión simplifica­da de lo que denominamo­s Atrio de los Gentiles. No menospreci­amos la fe consolidad­a, la creencia convencida, la plegaria emotiva, la comunidad fervorosa que siente el templo como una ampliación del hogar y lo mantiene con vida. Pero el templo también puede ser una pregunta, una extrañeza que interpela, una intemperie desconocid­a, incluso para una persona sin ninguna fe religiosa. El Espíritu habla cuando quiere y donde quiere. En algún lugar, en algún momento, en el misterio del vacío y del silencio, puede trastornar­nos y abrirnos caminos nuevos.

Los templos vacíos pueden ser un lugar para el relax, el silencio y la contemplac­ión

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EMILIA GUTIÉRREZ Un templo vacío también nos interpela

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